viernes, abril 16, 2010

La Virtud y la Propaganda


"Autor: Luis de la Cuadra; publicado en soitu.es en febrero de 2009"

Le Corbusier expuesto.

Desde el Centro Barbican de Londres nos hablarán de Le Corbusier hasta el próximo 24 de mayo. No sólo es una exposición de obras, proyectos, muebles, escritos…, además organizarán conferencias, proyectarán películas, se realizarán conciertos, y todo tipo de eventos modernakos para convencernos de la tremenda importancia que tuvo este arquitecto en el mundo, y de su actualidad. De paso, nos comentarán su influencia en el proyecto del propio Centro Barbican, en su imagen y en su concepción. Una buena idea para la autopromoción es utilizar el caballo ganador. Le Corbusier y su obra, probablemente el tópico más manido en el mundo de la arquitectura del siglo XX. Parece que ahora tocará de nuevo su ensalzamiento y gloria, al menos durante los meses necesarios para rentabilizar la inversión.

En la promoción del Centro Barbican presentan a Le Corbusier como el arquitecto más influyente del siglo XX, célebre pensador, escritor y artista cuyas ideas radicales reinventaron el modo de vivir. El último urbanista utópico, el creador de la “arquitectura moderna”. El Mejor, el Más de lo Más, preocupado por lo Social, por el Hombre. Es difícil concebir alguien más políticamente correcto. En este mundo competitivo, es imprescindible hablar del primera figura, premiamos la originalidad, el protagonismo, el titular. Con este fin se utiliza la comparación del británico Curtis entre Le Corbusier y Picasso para presentarlos como originales reinventores del arte del siglo XX.

No comparto la invención de la reinvención, aunque desde luego es acertada la comparación por sus similitudes:
Son artistas que destacan en varios campos. Se definen a sí mismos utilizando apodos más comerciales que “Ruiz” o “Jeanneret-Gris”. Conviven en un mismo tiempo de movimientos revolucionarios. Observan con atención su entorno y con enorme talento prevén los éxitos de las dudas e intuiciones de sus contemporáneos. Utilizan esas brechas abiertas como campo para su trabajo. Son como los atletas de decatlon: infatigables, no son los mejores de nada, pero son buenos ejemplos de casi todo. Se convierten en figuras muy útiles para analizar los trabajos de su época. Porque los dos se convierten en alambiques de las vanguardias de su tiempo. Depuran lo mejor de lo que les rodea y en ambos casos tras sintetizarlo, consiguen transmitirlo y popularizarlo. Por último, los dos disponen de tanto ego como para coleccionar todo lo que les roza y asumirlo como propio. De este modo, generan y guardan material suficiente para llenar varios museos. Se consideran a sí mismos objeto de estudio, y consiguen serlo. No son inventores, en todo caso descubridores, y al asumir como propias las bases de los trabajos de su época se convierten en portavoces. Son intérpretes y a la vez catálogos de un nuevo mundo descubierto para el Arte, el del siglo XX. El mérito no tiene que ver con su originalidad (si la SGAE hubiese tenido voz, se habría frotado las manos viendo los plagios a Juan Gris, a las secciones de Melnikov, a los principios de los arquitectos italianos…), sino con su análisis y síntesis. Su importancia radica en haber conseguido abrir una nueva comunicación entre el mundo del Arte y el Gran Público, antes de que apareciese la televisión.

El suizo, en su momento fue una bomba. Con sus cinco puntos (pilotes, cubierta ajardinada, planta libre, ventana continua y fachada liberada de componente estructural), dinamitó los referentes de la composición clásica e introdujo una nueva manera de comprender y pensar en Arquitectura. Frente a las composiciones neo-loquequieras muy valoradas por cualquier poder nacional, se convirtió en la voz de una búsqueda de formas puras, desprovistas de adornos, limpias, en el camino iniciado por Loos. La claridad de los volúmenes definidos por elementos blancos es la mejor formalización de esta abstracción, además resultaba aclaradora en las ilustraciones en blanco y negro utilizadas para su publicación. El lenguaje que utilizaba, suscitaba el interés de sus contemporáneos, había captado dudas e inquietudes de su sociedad. La participación en Congresos Internacionales le permitió promover estos puntos hasta el extremo de poder hablar de un Movimiento Internacional. Por otro lado, la frialdad de estos planteamientos extremadamente abstractos se compensaba con la componente “social”. Así mientras su “Modulor” supone una recreación en las relaciones geométricas de proporción áurea entre los espacios proyectados y el teórico Hombre, utiliza el planteamiento funcional de la vivienda como “máquina de vivir”, enfatizando la esencia de vivir y obviando la máquina (que tanto le gustaba). Así se entendía años después de su muerte, y así lo siguen vendiendo.

Le Corbusier es el arquitecto más influyente del siglo XX, al menos en Europa, en el reducido círculo de los arquitectos de finales de siglo. En la Escuela de Arquitectura de Madrid, se hablaba de “el Corbu” la familiaridad del apodo cariñoso, como si se tratara de un emérito profesor, del amigo que acaba de salir de la cafetería. Era el centro de todo, era fundamental para empezar a hablar. Aprendías a dibujar con sus obras, utilizabas su lenguaje y su forma de representación. Lo impregnaba todo. Luego comenzabas la carrera. Así ha ocurrido con varias generaciones de arquitectos. En esa búsqueda de la verdad, de pureza, la huida de lo falso, permanece su influencia.

Sin embargo es necesario subrayar que este arquitecto, se lo pasaba todo por el forro cuando le parecía oportuno y en ello estribó su grandeza. Sus incongruencias se evitan en los análisis de los historiadores. Se compartimenta su obra o su pensamiento para extirpar los elementos disonantes. El clasificador de arquitectos busca una figura coherente, sin fisuras, redondo (como dicen los enólogos).

Así, quien defiende la validez de un movimiento internacional, decide que el Corbu no puede aparecer vinculado a un lugar como lo aparece en la capilla de Ronchamp. Quien defiende la importancia del Lugar, es capaz de sostener que la villa Saboya es un ejemplo de cuidada implantación pero no verá en Ronchamp un ejemplo útil para sus fines. El ultrafuncionalista sublimará la máquina de la Unidad de habitación, olvidando su cubierta, su sección o su alzado. El bestialista admira la “sinceridad del material” olvidando la repugnancia que manifestaba el arquitecto hacia los cuidadosos acabados de la construcción francesa. Los artistas se justificarán introduciendo su Modulor y los extrovertidos expresionistas admirarán sus últimas obras, afirmando que sus cinco puntos fueron veleidades de juventud. En cada lectura dirigida, aparecerán insultos por omisión.

Es momento de animar a quien no conozca a Le Corbusier, a que se anime a estudiarlo. Y un momento tan bueno como cualquier otro para revisar su obra. Pero estudiando toda su obra, porque precisamente en la aparente incoherencia, en su duda, es donde reside el interés. Un hombre que superó las reglas que él mismo impuso para hacer Arquitectura. Si nos quedáramos sólo con las reglas, no entenderíamos nada. Tan importantes como sus principios, son las ocasiones en las que se los salta, las excepciones, que también carecen de sentido sin los principios que se saltaba. Puede que la rígida lectura de su mensaje produjera la destrucción del Estilo Internacional. Por entonces “el Corbu” ya estaba en otra cosa, planeaba urbanismo para Oriente y seguía siendo excepcional.

Decía que es momento de animar, pero conscientes de que cuando el Centro Barbican nos presenta a Le Corbusier como la figura limpia y pura, el referente al que es preciso volver para analizar la arquitectura actual; algo huele a podrido. El mensaje (con la tabla de gimnasia matutina que practicaba Le Corbusier, incluida) puede ser sospechosamente plano y sencillo. Demasiado sano, simple y puro, da escalofríos tanta claridad de mensaje. Partiendo de su obra, se ha seguido trabajando y evolucionando. Debemos saber que en arte las cuestiones no se superan, pero sí se digieren y se asumen o se contradicen y se continúa. Considerar a Le Corbusier un inventor del Arte del Siglo XX, un generador de principios y de tópicos es una falta de respeto a su memoria y es el primer paso para deducir que lo actual es el fracaso de su desarrollo posterior, un fiasco. Fundamentos simples, atractivos y muy peligrosos en situaciones de crisis.

Vale.

miércoles, abril 14, 2010

OMA sí, AMO no


"Autor: Diego Fullaondo; publicado en soitu.es en febrero de 2009"

El otro día durante el transcurso de una clase, un alumno avispado me interpeló bastante airado: “Le he pillao. Se contradice. Mientras aquí nos cuenta las bondades de Koolhaas, le pone a caldo en Soitu.” Aunque no sea este el caso, como más adelante intentaré explicar, es curiosa la mala prensa que sigue teniendo la contradicción. A pesar de aceptar a regañadientes que vivimos tiempos cambiantes e híbridos, seguimos sin asumir las contradicciones que esta situación necesariamente conlleva. Por inercia, vagancia o simple estupidez, preferimos seguir arrastrándonos hacia el estéril espejismo de la coherencia suprema.
Pero vamos con el OMA. Para los que no son del gremio o simplemente son muy jóvenes diré que la aparición de Koolhaas en el firmamento arquitectónico allá por los años 80, supuso para muchos (entre los que me incluyo) algo así como la aparición de Maradona en el fútbol. Sobrevolando tendencias y corrientes, el holandés presentó una manera distinta de concebir, comunicar y construir lo arquitectónico. La importancia e influencia de sus planteamientos le colocaron con rapidez y justicia muy cerca de la inalcanzable pareja Wright-Le Corbusier que han marcado la totalidad del siglo XX arquitectónico (al igual que Maradona completó la terna mágica con Pelé y Di Stéfano. Sigo pensando que los magníficos Cruyff y Zidane, son otra cosa).
Hace cuatro o cinco años, en el transcurso de las deliberaciones de un tribunal fin de carrera, un conocido arquitecto le comentó a mi hermana que Koolhaas no era un gran arquitecto; que era un inteligentísimo observador de la sociedad contemporánea, pero que, como arquitecto, le parecía bastante mediocre. Sorprendente afirmación, que no hace sino confirmar la enorme dificultad con la que nos encontramos para definir el papel y el trabajo del arquitecto en la actualidad.
Habrá quien tenga otra opinión, pero yo entiendo que lo estrictamente arquitectónico, reside en el complejo mecanismo que traduce ideas o intenciones de cualquier tipo, a estructuras espaciales habitables (reales o virtuales, construidas o dibujadas, pero definitivamente concretas). Con esto quiero decir que, la calidad de la arquitectura no debe medirse ni por las intenciones que la desencadenan, ni por la resolución formal y, mucho menos, constructiva, que la configura finalmente, sino por la adecuación de lo uno a lo otro (o al revés, que también se puede). La sostenibilidad, el diálogo con el entorno o la funcionalidad (sea cual sea el significado de estas crípticas expresiones) no son valores arquitectónicos. Sí lo es en cambio, la forma de obtenerlos. De igual modo, ni la utilización de unos recursos plásticos determinados ni la exquisita resolución constructiva, garantizan la obtención de buena arquitectura. Lo harán, en la medida en que sean los idóneos para dar forma a los objetivos del proyecto.
Este es posiblemente el principal mérito del viejo OMA: Colocar el problema de la arquitectura en su sitio exacto. Ideas brillantes, alejadas de la convención, no por capricho o deseo de novedad, sino fruto de un análisis riguroso en el que nada se da por supuesto, se materializan en unas estructuras formales y, después, constructivas cuya única vocación es traducir de la manera más directa posible las ideas que las impulsaron. Lógicamente, ideas no convencionales, conllevan formas no convencionales y resoluciones constructivas tampoco habituales. Sin aburridos y demasiado comunes intentos de dar “gato por liebre” o “liebre por gato” como afirmaba el ilustre Alejandro de la Sota.
Hablé aquí mismo hace unos meses de la Casa de Burdeos. Allí Koolhaas consigue mediante complejas manipulaciones formales que la casa flote entorno a la silla de ruedas del propietario. En Seattle redefine el programa de una biblioteca pública para hacerla atractiva, continua y accesible al público general rentabilizando al máximo el espacio de almacenamiento de libros. En la propuesta su propuesta del Parque de la Villete de Paris sistematizó la estrategia de superposición de tramas para acercar la posibilidad de crear ex novo un espacio público urbano complejo y rico que responda a la ingente cantidad de variables de la sociedad contemporánea. En el Educatorium de Utrech resuelve mediante la utilización del plano inclinado el difícil y antieconómico equilibrio entre los espacios de estancia y los de circulación en los grandes edificios públicos. En Oporto, en Cordoba, … En fin. Un monstruo. Decenas de propuestas en las que un inteligente análisis de la situación concreta, desprovisto de prejuicios y lugares comunes, ha servido de soporte a una materialización formal, igualmente singular y alejada de cobardes convencionalismos, que han abierto innumerables vías para acercarnos al auténtico papel de la arquitectura.
Entonces, ¿qué ha pasado con sus propuestas de estos últimos años fundamentalmente para el Lejano y Medio Oriente? ¿Por qué no tiene ni la fuerza ni la densidad de sus proyectos anteriores? ¿Cuál es el motivo por el que se diluyen dentro del magma de imágenes estrafalarias que nos llegan a diario? Dos posibles respuestas simplonas y una tercera que, creo yo, es más verdadera:
- Todos nos hacemos mayores. Y las ideas, las ganas y la fuerza, también se van agotando.
- Es imposible producir con un mínimo de calidad, ni arquitectura ni piruletas, a la velocidad que han demandado estas economías en expansión (o explosión).
- Y tres: Cuando Koolhaas escindió su prolífica organización en OMA y AMO, destruyó la condición esencial de su forma de hacer arquitectura. En principio, mientras el OMA se dedicaba ha realizar los trabajos de su oficina más propiamente arquitectónicos, el AMO se fundaba como una especie de “think tank” para todo lo demás (que era mucho): reflexiones planetarias, estudios de mercado, análisis sociológicos, asesoramientos a administraciones…, y para servir de soporte “teórico” a las propuestas del socio arquitectónico. Pero, al menos en lo que respecta a su arquitectura, el modelo no ha funcionado. El pensar y el hacer van indisolublemente unidos. Idea y forma son uno, y tener siquiera la idea de separarlos ha provocado una pérdida de calidad inmediata de ambas. La arquitectura del OMA se ha vuelto vulgar, justamente metida en el mismo saco que muchas de las chorradas efectistas y vacías que los europeos creemos colocarles a los petroleros. Y el AMO es poco más que un editor de panfletos ideológicos, con diagramas de colores bastante monos, con un discurso cada vez más insulso. Parece mentira que alguien definitivamente tan inteligente como Koolhaas, no previera este desastre. ¿O quizá sí?

lunes, abril 12, 2010

LA ARQUITECTURA SERÁ SIEMPRE CUESTIÓN DE LENGUAJE


"Autor: Javier Boned; publicado en soitu.es en febrero de 2009"

Conviene tener cuidado con los juicios y valoraciones que se hacen de la arquitectura actual. Parece que el inevitable cansancio o agotamiento de los distintos lenguajes arquitectónicos que proliferan por el planeta debería ir ligado consecuentemente con un paso atrás del “vedetismo” arquitectónico, auspiciando un cambio de actitud que se instaure en los terrenos de una humilde y austera profesionalidad, renunciando a la “artisticidad” de la arquitectura. “Artisticidad” que para muchas críticas supone el germen de todos los males que rodean a la actividad arquitectónica, y que tan sólo busca de forma narcisista mirarse un ombligo donde la creatividad individual esté por encima de cualquier otra consideración funcional, social o cultural. Las voces que se erigen contra un “monumentalismo” gratuito e innecesario, la falta de sostenibilidad, y las agresiones al entorno y al paisaje ignorando cualquier condición de “lugar” que esta arquitectura grandilocuente representa, son cada vez más numerosas.
Pero como decía Diego Fullaondo con total precisión hace tan sólo unos días en este mismo foro, “la tentación del fundamentalismo aparece siempre en estos momentos de crisis”.
Es ésta una época tremendamente compleja que va dejando atrás una sociedad post-industrial para instaurarse en una incipiente cultura tecnológica y de la información, que no ha hecho más que comenzar. Es lógico, pues, que al igual que ya ocurrió a lo largo del siglo XVIII y gran parte del XIX se solapen en el mundo de la arquitectura multitud de lenguajes, manifestaciones y formas de hacer que pugnan por imponer su presencia y su sofisticada manera de entender el hecho arquitectónico. Las solicitaciones que los distintos rostros del poder político y económico hacen de la arquitectura, unido al alto nivel tecnólogico conseguido, que permite construir lo que hace tan sólo unas décadas eran utopías irrealizables, están terminando de colmatar nuestras ciudades y paisajes de artefactos sofisticados que parecen alejarse frívolamente de lo que el ciudadano necesita realmente de la arquitectura. Ojo, artefactos, no olvidemos, cuyos diseños provienen tanto de un origen racionalista y funcional como de otro formalista y expresivo, y que no me atrevería a decir cuál de ellos resulta predominante.
El estado del bienestar ha favorecido el lenguaje personal del arquitecto sobre cualquier otra consideración arquitectónica, y esa excesiva personalización nos agobia, por exagerada, por frívola, nos cansa, en definitiva. Parece que en este sentido se está produciendo un “cansancio de la formas”, manifestación característica de esta “aldea global” a la que ha llegado nuestra civilización. Este es el momento en que cualquier “iluminado” puede aprovechar el exceso de información arquitectónica a la que nos vemos sometidos, su sofisticado barroquismo, y convertirse en adalid de una nueva moral, apelando a la desaparición, como primera condición de una nueva era arquitectónica, del lenguaje personal del arquitecto.
A estos nuevos moralistas conviene recordarles que gracias a la búsqueda incansable de su lenguaje, la calidad media de la arquitectura ha mejorado notablemente a lo largo del pasado siglo, y que con actitudes narcisistas o sin ellas, las viviendas y los equipamientos de nuestras ciudades y los espacios en que vivimos son cada día mejores. Lo que pasa es que el lenguaje de las cosas y de las formas seguirá siempre existiendo, porque el hombre no puede prescindir de su condición creativa, ni del ser “estético” como uno de los atributos de su existir. Habría que decir, en este sentido, que también hay arquitectos – estrella que se toman las cosas en serio, y es más necesario que nunca, cuando se hace una crítica al star – system de la arquitectura, saber distinguir con profundidad entre un títere de circo y un arquitecto comprometido que sigue investigando y apostando en su quehacer por nuevos lenguajes y horizontes. Si se quiere un ejemplo, yo diría que alguien como Steven Holl es una buena muestra de esto último.
En resumen, vivimos unos tiempos complejos, que requieren una sólida base cultural para discernir entre la bondad o la maldad, la validez o la inconsistencia de cualquier fenómeno que queramos valorar. El lenguaje de la arquitectura no puede convertirse tan fácilmente en chivo expiatorio para los adalides de una moral que busca ensalzar lo contingente, sostenible y en último extremo, anti-artístico, como base redentora de unas manifestaciones arquitectónicas que están llegando a su final por propia y lógica evolución histórica. Moral que, por cierto, no se ha distinguido tampoco hasta ahora por propiciar grandes descubrimientos ni avances demasiado cualitativos a lo largo de la historia, y que como toda condición mesiánica no hace sino esconder hipócritamente las mismas carencias de aquello que busca sistematizar y controlar. Yo, entre la Academia y lo nuevo, aunque sea virtual, siempre optaré por esto último. Porque me consta, no puede ser de otra manera, que el nuevo lenguaje de la arquitectura está todavía por llegar.

domingo, abril 11, 2010

El tacto y la materia


"Autor: Luis de la Cuadra; publicado en soitu.es en febrero de 2009"

D. Vicente Traver Tomás, fallecido en 1966, decía que es preciso tocar, que acerca a la arquitectura. En sus visitas de obra portaba un bastón (por aquel entonces, complemento habitual) que utilizaba para indicar y luego hacer las aclaraciones o dar las órdenes que creía convenientes. Se servía de la mano también para tocar, para percibir los distintos acabados de cada uno de los materiales con los que su proyecto se había hecho realidad.
Al menos así lo describe su hija Elena, que con más de ochenta años, aún recuerda como su padre, al pasear, acariciaba los edificios.
Siempre me ha interesado el lenguaje corporal del que visita, estudia y analiza una obra de arquitectura construida. Las actitudes pasivas, de percepción, desprecio o admiración con brazos cruzados que se dan en los museos, se transforman en actividad, se requiere del movimiento del observador, cambios de las zonas de observación, escuchas de sus distintos espacios, busca de escorzos, ejes, razones, aproximaciones a sus límites físicos y en ocasiones el uso del tacto para aclarar dudas sobre su material. A menudo estas caricias no reflejan tanto la búsqueda de información como los signos de la actividad intelectual que el observador está llevando a cabo.
Hay también otra forma de entender esta necesidad de tocar. El tacto es necesario para obtener alguna información del material que la vista no permite, como su aparente temperatura, dureza y alguna textura. Pero hay quien lo entiende imprescindible, quienes hablan de la necesidad de “comprender la materia”. Utilizan complicadas terminologías para referirse a “su” gnosis. Aparentar investigar sus quiméricas propiedades y nos confunden en disquisiciones inacabables sobre la materia y el material. Desprecian los planteamientos de proyecto más abstractos, considerados sólo válidos para el papel.
No entremos ahora en el enfrentamiento entre la obra construida y el proyecto en papel, si es más arquitectura una que otra, tampoco en la oposición entre lo “real” y lo “virtual” (digital). Pensemos en proyectos realizados para construirse (esos que si su promotor no quiebra y nadie lo impide, se verán en la ciudad). Esos que casi todos los arquitectos intentamos realizar.
Analizando los planteamientos de este tipo de proyectos, encontramos una brecha que diferencia a los generados desde la exaltación de un material, del resto de proyectos arquitectónicos. Evidentemente hay muchos “fundamentos” desde los que un arquitecto puede comenzar a pensar, a buscar, a trabajar, para crear una forma, un espacio y un proyecto. De todos ellos parece muy tramposo el de la materia con el que se va a ejecutar.
Resultados de planteamientos de este bestialismo material disponemos a manta:
Desde la arquitectura proyectada en el XIX por la adoración al ladrillo mesopotámico (que nunca nos abandonará), hasta las actuales prescripciones de un determinado tipo de ladrillo, descascarillado, de cocido único, con una disposición de hiladas predefinidas o bien de aspecto intencionadamente cutre que debe ser dispuesto según los trazados que el arquitecto ordene en la obra. Para gloria del acero, el arquitecto utiliza gruesas planchas como puertas correderas, pesados perfiles en remates de rodapiés y sobredimensiona sus simples estructuras. Siempre con aspecto industrial, porque si no, no es acero potente, del de verdad. También podemos hablar de los fantásticos vidrios, transparentes y puros ocultos tras los parasoles que el arquitecto tuvo bien prever o tras las cortinas que el hortera del dueño utiliza. Innovamos con enormes cuerdas que definen limitaciones espaciales y recuerden la intencionada provisionalidad de una distribución mal realizada. No se libra la “tecnología” del hormigón, con esos prefabricados con los que el arquitecto construye la única viga en vuelo de todo el edificio (que sólo soporta su propio peso).
Es curioso que la definición última de estas obras no requiera en absoluto del tacto. Son materiales siempre obvios, conocidos y elementales. El resultado es una arquitectura amorfa, adoradora de las formas reconocibles del material, más interesada en su relamido acabado que en la necesidad o adecuación a lo que pretenda servir. No muestran nuevas o sorprendentes cualidades del material con el que han trabajado, sino que exhiben sus características reconocibles: la porosidad, el peso, el color, el grano o la veta de los materiales naturales, su perfil comercial en el caso del acero o el despiece del encofrado, las coqueras o el tipo de árido utilizado en el caso del hormigón. No se trata ya de descubrir los materiales que permanecían ocultos tras la decoración, dejando ver la realidad de su solución constructiva. Se trata de ostentar de forma obscena la teórica potencia primitiva del material. Por eso no se exhiben más que los materiales reconocibles por el observador.
En el extremo opuesto a este tipo de proyectos, nos encontramos con proyectos que no rematan nunca su definición constructiva. Parece algo excesivamente plebeyo, que se deja al arbitrio de las propuestas de su futuro constructor. Disponemos en estos casos de una oferta increíblemente escasa de acabados industriales. Todos ellos homogeneizados al tacto.
En cambio hay proyectos en los que el arquitecto trabaja y estudia bien los acabados de sus edificios. Busca materiales, que trata de malear, para que como ocurre con las planchas del Guggenheim de Bilbao configuren los espacios definidos en proyecto. A menudo consiguen paneles con originales relieves, perforaciones, sombras… Incluso demasiados materiales para un solo edificio como en el Caixaforum del Prado. No son proyectos planteados desde el material sino edificios cuyos materiales se adecuan con mayor o menor acierto al fin que requería su morfología.
En actual cultura audiovisual, todo se remata con una pátina de polimerileches de forma que da igual tocar madera, yeso, metal que plástico. Todo parece llevar puesto un higiénico condón y la inconsciente caricia de la que hablábamos al principio, se vuelve desagradable porque al no identificar la presencia del material, consigue desorientar al observador. Lamentablemente hoy, el atractivo a la caricia parece reducirse a una lectura artificial de grabados en sistema Braille.
Vale.