miércoles, junio 28, 2006


SOBRE LA DISCRECION

Existen dos virtudes que las pesonas deberíamos poseer: la generosidad y la discreción. Y de habr alguna diferencia entre ellas, podríamos convenir que la primera se tiene, la segunda se conquista. El conseguir “ser discreto” se puede considerar así como una categoría más en ese interminable camino que supone el aprendizaje. Soy consciente de lo que significa esta cualidad de la discreción en un país lamentablemente dirigido al cotilleo general, donde poseer cualquier información sobre los demás se convierte al instante en un poder omnímodo sobre sus vidas. Pero el que exhibe pornográficamente sus sentimientos también sabe a lo que juega, el coste que supondrá vender su alma a la opinión pública, disfrazada, eso sí, de cultura de masas.
Sólo he conocido a una persona que ante la repentina ausencia de un contertulio, plantee la cuestión siguiente: “…fulanito se ha ido: prohibido hablar de él”.
Ahora bien, sin hacer demasiado dramatismo del asunto, también cabe recalcar que la amistad sin cotilleo sería de todo punto imposible. Conocer los puntos “débiles” de tus amigos supone siempre el desenlace de una relación bien entendida, esa confianza última que se supone debe presidir las relaciones con un cierto grado de intensidad. Además es sabido que en la amistad, debido a su maravilloso grado de imperfección, caben todo tipo de comentarios, pensamientos y acciones que si bien supondrían un grave problema en otro tipo de relación, adquieren aquí una importancia mínima, inmersas como están en el mundo de lo espontáneo y de lo bienintencionado. No es pues la discreción un atributo que la amistad reclame como intrínsecamente suyo, ni supone una cualidad que en principio pudiera mermar la solidez de unas relaciones consolidadas a lo largo de miles de batallas y experiencias conjuntas.Pero con la madurez el asunto de la discreción empieza a tener una relativa importancia, y me explico.
Con la madurez, esa carga que inevitablemente gravita sobre nosotros, las experiencias se vuelven cada vez más sutiles, más personales, menos compartidas, y con más motivo si estas experiencias se convierten en errores, errores que todo el mundo en un momento dado puede cometer, y que pueden llegar hasta condicionar seriamente nuestras vidas. Y aquí el generoso tiene las de perder, pues en su espléndido devenir, y en su dar y “darse”, no mide, no mensura, no calibra el alcance de sus palabras y actos, y se exhibe, se muestra, perdiendo así un grado de discreción que con el tiempo debiera convertirse, si se sobrevive a los comentarios, en el principal aliado de su existencia.
No se trata pues la discreción de una acumulación de información privilegiada, con el “educado” silencio o la cómplice sonrisa como principal manifestación. Se trata de un estilo aprendido en el espacio y en el tiempo, casi una marca indeleble, invisible tatuaje e incalculable tesoro conquistado por todos aquellos que por ejercer su libertad, se han equivocado alguna vez.
El flautista de Hamelancolin (sin flauta, por ahora).