sábado, julio 10, 2010

KUBRICK HUBIERA USADO APPLE


"Autora: María Asunción Salgado; publicado en soitu.es en agosto de 2009"

La firma Apple acaba de lanzar un nuevo modelo de i-phone que parece tener muchas más aplicaciones que el anterior. No es que esté muy puesta en este tema, es que según veía el anuncio en televisión me sorprendí a mi misma con dos pensamientos encontrados.
Por un lado me fascinó la facilidad funcional que desplegaba el teléfono, pero por otro pensé “bua!, como si eso importara”.
Quiero decir que el principal reclamo del i-phone no es su funcionalidad, sino su estética… o mejor dicho, su diseño. Y esto es extensible a los restantes productos de Apple.
Y es que la sencillez que propone Apple hasta en sus más mínimos detalles viste cualquier casa u oficina; en definitiva es la máquina que decora.
No es la primera vez que escribo sobre la relación entre la máquina (entendida como artefacto tecnológico) y la arquitectura ni será la última, especialmente cuando la retrata el cine, pero reconozco que hacía tiempo que este tema no me preocupaba. Me acordé de esta reflexión cuando volví a ver la versión de Kenneth Branagh sobre el clásico de los setenta titulado La huella (Sleuth, 2007).
No es objeto de este artículo entrar a valorar la cinta, solo haré hincapié en la ambientación.
Grabada íntegramente en un plató, los decorados se limitan reproducir de manera coherente, varias estancias de una misma casa, una vivienda apartada de la civilización en la que su dueño hace alarde de su poder adquisitivo mediante un despliegue de obras de arte y artefactos mecanizados.
Ni la ambientación detallada y preciosista de la vivienda, ni los ingenios mecánicos con los que Michael Caine sorprendía a su enemigo, resultaban tan impactantes como el mando de control con el que manejaba esa supuesta domótica. Y es que toda la casa se manejaba con el mando a distancia del iPod.
No cabe duda de que se trata de una apuesta un tanto arriesgada por parte del director artístico, pero sin duda impactante y muy acorde con la estética general de la película. Arriesgada en el sentido de que se trata de un artefacto muy reconocible y de funcionalidad limitada, a pesar de lo cual resulta tremendamente efectivo.
Hay que caer en la cuenta de que la escenografía acompañada del atrezo de las películas es una de las cosas más perecederas del cine, máxime cuando se apuesta por mostrar la tecnología. No en vano se dice a menudo que los coches son auténticas máquinas del tiempo, más que la moda o la arquitectura. Pero más aún lo es la tecnología.
Un dato para la reflexión: las películas de James Bond caducan más rápido que un yogurt y aun así se obstinan en introducir nuevos chismes y coches que a los dos días parecen del jurásico, a pesar de sus inversiones millonarias y de localizar preciosas arquitecturas.
Y es que en eso de retratar tecnologías en ambientes domésticos Kubrick era sin duda el mejor.
No me hace falta recurrir a 2001: Una odisea del espacio (2001: A Space Odyssey, 1968). Puedo referirme sencillamente a La naranja mecánica, (Clockwork Orange, 1971), donde sus ambientaciones en su mayoría localizaciones reales, en nada desmerecen el supuesto futuro cercano que pretendía plasmar Stanley Kubrick.
En el apartamento de ficción que representa el hogar paterno del protagonista (Alex), el director de producción John Barry desplegó de la mano de Kubrick toda una serie de recursos psicodélicos para la adecuación de un hogar vulgar a un entorno de ficción futura.
Mucho menos drástico de lo que Barry usaría posteriormente para ambientar las viviendas de La guerra de las galaxias (Star Wars, 1977) o Superman (1978), la habitación de Alex presenta una estética blanca y cuidada al más puro estilo iPod, que contrasta con la colcha tridimensional en vivos colores.
Junto a la habitación de Alex, aparece la casa Jaffé, más conocida como Skybreak, una vivienda diseñada en 1966 por el arquitecto británico Norman Foster cuando aun formaba parte del Team 4.
En ambas casas, Kubrick se permite la osadía de mostrarnos la tecnología setentera e incluso alardea de ella en algunas escenas. En el caso de la habitación de Alex, un magnetófono con microcasettes hace sonar la música de “Ludwig van”, y aun así, cuando hoy vuelvo a ver la película no me choca, todo encaja como si las cintas de casette aun existieran.
En la habitación de Alex bien podría estar sonando un iPod.

martes, julio 06, 2010

SICILIA, EFÍMERA Y ETERNA


"Autor: Javier Boned; publicado en soitu.es en julio de 2009"

Algunas veces se posee el raro privilegio de realizar un viaje imprevisto. Si ese viaje se refiere al sur de Italia, exactamente a la “punta de la bota” del “mezzogiorno”, la Calabria y el este de Sicilia, el viaje desembocará, inevitablemente, en una aventura personal de difícil olvido. Y es que vivir la realidad del Estrecho de Messina, ese lugar estratégico del Mediterráneo cuyas costas constituyeron la Magna Grecia, por donde anidaron todas las culturas incluso la Normanda, y donde dicen que Ulises fue tentado por el canto de las sirenas, será siempre una aventura privilegiada.
He vivido una temporada en Reggio Calabria y he cruzado varias veces el Estrecho (no más de veinte minutos en los tradicionales y rápidos “aliscafos”) para visitar Messina, Taormina, Catania… He intentado comprender cómo se respira esa atmósfera volcánica generada por el siempre amenazante Etna, en constante actividad. Y me he encontrado con el tiempo petrificado, con la historia, con la vitalidad del barroco en estado puro.
En la ciudad de Catania todavía se respiran las cenizas que hace más o menos un año sepultaron prácticamente la ciudad, alcanzando casi un metro de altura. La actividad volcánica y sísmica es imprevisible. En cualquier momento el subsuelo puede entrar en erupción. De hecho, esta Catania actual fue destruida totalmente por un terremoto en 1693, y fue totalmente reconstruida. Una ciudad tardo-barroca totalmente nueva, sobre las antiguas trazas romanas, se alza ante nuestros ojos como si nada hubiera ocurrido. Una ciudad de piedras negras y porosas, volcánicas en todos su zócalos, que contrastan extrañamente con todos los colores y “pátinas” que los enfoscados han ido adquiriendo, consiguiendo una singular armonía de grises, ocres y terracotas. Una ciudad-festival de lo decadente, monumento tras monumento, palacio tras palacio, donde tan sólo la presencia del tráfico rodado, caótica como corresponde a este carácter meridional, nos acerca levemente al tiempo de la contemporaneidad. Una ciudad que vive su propio tiempo, que no entiende de modas ni de estrategias culturales de última hora, con una historia tan personal, tan dramática (dicen que ha sido reconstruida totalmente en más de siete ocasiones), que no necesita ningún tipo de justificación, de puesta al día. La precariedad de su existencia ha supuesto su grandeza.
Catania es un hervidero de vitalidad, y se manifiesta en cada rincón, en cada calle, en cada edificio. Inmuebles llenos de vida y de actividad conviven naturalmente con auténticos cadáveres, exquisitos cadáveres constructivos de una belleza extraordinaria, que parecen a punto de derrumbarse. Todo es normal. Todo es historia, por lo tanto todo es presente, y nada anuncia el futuro.
En la atmósfera de Catania no late tan sólo la amenaza del Etna. Se vislumbra en el alma siciliana la asunción de un imposible progreso, la estructura social se presenta como una pesada lápida que nada ni nadie podrá cambiar; las fuertes tradiciones, la familia, las mafias… todo está controlado mucho antes de que se produzca. El turismo, la economía, la producción industrial, el imposible puente de unión con la península tan deseado por el inefable Berlusconi… Nada de esto cambiará nada ni alterará un ápice el existencialismo profundo, la madurez asimilada del que se sabe viejo y que ya nunca podrá volver a ser niño.
Y es que en Sicilia la realidad sigue superando a la ficción. Catania es un sueño barroco, borgiano, de una grandeza inusitada, sorprendente en una región de estas características. Es un sueño en blanco y negro, lejos de nuestras realidades urbanas tecnológicas y mediáticas.
Lo cierto es que un tipo de vida condenado a la tradición, o a quedar sepultado cualquier día bajo toneladas de lava, no dejará nunca de tener algo de hermoso. La hermosura de lo pétreo, de la vida congelada, de la intensidad de lo marginal, de aquello que se sabe efímero pero que siempre se manifestará como eterno.