jueves, junio 10, 2010

Tres ideas inconexas del recuperado puente del Corpus


"Autor: Diego Fullaondo; publicado en soitu.es en junio de 2009"

He pasado el casi olvidado puente del Corpus en Málaga. Concretamente en el magnífico Parador del Golf que, hace casi una década, visito una vez al año con toda mi creciente familia. Hasta este viaje, no entendía muy bien la extraña atracción que este híbrido hotel ejercía sobre mí, y mi absoluta negativa a cambiarlo por otro de la zona (que la verdad es que son muchísimos, muy buenos y, ahora con la crisis, con ofertas muy asequibles).
Para los que no lo conozcan, diré que es un parador situado en las afueras de la capital, exactamente entre la playa y el final de las pistas del ajetreado aeropuerto malagueño. Y es precisamente esta ubicación lo que le confiere su carácter singular e irresistiblemente atractivo. Al menos para mí. Me encanta ver y escuchar los aviones aterrizando y despegando por encima de mi cabeza mientras juego unos hoyos rodeado de pájaros tropicales; o mientras me pego en baño en la piscina rodeado de guiris enrojecidos; o mientras contemplo envidioso las cometas de los kite surfers haciendo largos vertiginosos con el viento de poniente.
No dudo que habrá enclaves mucho más idílicos, mucho más silenciosos, mucho más puros, pero esta contaminación, esta yuxtaposición literal de la cultura urbana y el paraíso natural, es precisamente el valor distintivo del Parador del Golf. La sensación es la de estar habitando uno de los famosísimos collages de Peter Cook y su Archigram allá en los años sesenta, cuando intentaban vislumbrar cual sería el futuro de las ciudades.
Lo cierto es que estaba cansado después de un curso complicado e incierto. Cansado y nervioso. El fin de semana que viene la Fundación Arquitectura y Sociedad, me ha invitado a una especie de pequeño congreso en Pamplona. Digo nervioso porque no son tantas las ocasiones en las que he acudido a este tipo de eventos en los que mi irracional timidez me hace sentir una incomodidad previa bastante incontrolable.
En cualquier caso, tiene muy buena pinta, y debo agradecer la invitación: por una parte a Félix Arranz en su calidad de director del campus; y, por otra a soitu.es, ya que, según me cuentan, es precisamente por mi colaboración en este periódico por lo que he sido invitado. Como decía, he acudido a pocas reuniones de este tipo: varias veces en mi calidad de “hijo de”; otras, pocas, como profesor de proyectos; y las menos, como arquitecto autor de determinadas obras; pero nunca había sido invitado como representante de los llamados “medios”. Será una experiencia nueva, que supongo que desencadenará algún articulillo a la vuelta.
La tercera idea inconexa del puente, ha sido una pequeña pausa arquitectónica en mi fin de semana golfístico, para acudir a la conferencia de Inaki Ábalos impartía en Málaga, dentro del ciclo organizado por Javier Boned y Eduardo Rojas “Málaga: Territorio y Arquitectura para el Turismo”. En ella, nos presentó los últimos proyectos realizados en su nuevo estudio fundado con Renata Sentkiewicz, una vez disuelta su relación profesional con Juan Herreros.
Durante mis años mis años mozos, como diría yo, nunca fui “muy partidario” de Ábalos y Herreros. Aceptando el interés indiscutible de algunas partes de su discurso, siempre consideré que su fama y relevancia estaban muy por encima de sus méritos reales. La incorporación decidida y acertada de la técnica, en toda la amplitud del concepto, al proceso del proyecto fue en gran medida su caballo de batalla a lo largo de su trayectoria profesional y docente. Pero, desde mi punto de vista, este esfuerzo de objetivación del trabajo del arquitecto, con demasiada frecuencia, escondía bajo una rígida máscara de irrefutabilidad científica, soluciones vacías y simples, que decían contener mucho más de lo que contenían en realidad.
En este nuevo período que Ábalos a comenzado a recorrer junto a Sentkiewicz, parecen haber ampliado el abanico de geometrías posibles con las que se enfrentan a los proyectos. Ya no se limitan a sus elaborados paralelepípedos habilidosamente horadados y recorridos por su interior, sino que están explorando, en sus propias palabras, las geometrías de revolución (circulares) y poligonales (triángulares). Sinceramente me parece una buena noticia, y a estos nuevos caminos pertenecen, la cubierta de la estación de RENFE en Logroño o la torre Spina en Turín (triángulos) y su propuesta para rascacielos en París o para el Centro de Arte en Taipei (círculos).
Sin embargo toda la destreza y riqueza que encerraban sus cajas (en la medida en que esto es posible, claro), es todavía ingenuidad e inmediatez en sus esquemas circulares y triangulares. Como es lógico, sus propuestas tienen el punto infantiloide de alguien que empieza (en algún caso como en su edificio para la Universidad en Luxemburgo, un punto excesivo a todas luces). Sobretodo cuando las comparamos con aquellos, que los hay, que llevan tiempo fuera del restringido ámbito de la caja sostenible. Confiemos en que sus proyectos, dentro de estos mismos lenguajes nuevos para ellos, vayan ganando en complejidad.
Por último, a pesar de todo el discurso técnico científico que le precede, no supo o no quiso Ábalos ilustrarnos sobre cuales eran los motivos que le llevaban a la utilización de uno u otro modelo geométrico. Un simple “no sé; lo vemos claro”, volvía a hundir a la arquitectura en los obscuros abismos de la inspiración mágica y personal que tanto ha luchado él mismo por desentrañar. A lo mejor no es una mala noticia.

martes, junio 08, 2010

Scalextric, te echo de menos


"Autor: Diego Fullaondo; publicado en soitu.es en junio de 2009"

Ayer fui al cine a los Renoir de Cuatro Caminos. Hacía años que no caminaba por esta famosa plaza madrileña. Más o menos desde que sustituyeron el “horroroso” paso elevado que daba continuidad al tráfico de Raimundo Fernández Villaverde, por el “invisible” túnel actual. Imagino de los detractores de aquel viejo scalextric me dirán que, justo a raíz de su demolición, ahora es posible caminar por la plaza. No lo sé; yo siempre había paseado por allí. Y, he de decir que, en esta ocasión, me sentí muy extraño. No encontré aquella entrada de cine angosta y presionada por la pesada rampa de hormigón. No reconocí una nueva plaza demasiado grande. No comprendí una rotonda excesiva y completamente inútil para el peatón (como casi todas, por otra parte). No recordé mi ciudad.
Las grandes infraestructuras forman parte de nuestra memoria urbana. Al menos en la misma medida que iglesias, monumentos e hitos varios que nadie siquiera pensaría en eliminar de un plumazo. Que algo se implante en nuestra memoria no lo hace intrínsecamente bueno o malo. Pero, desde luego, lo convierte en importante. Sin embargo, por algunos motivos precipitados se decidió en su momento que estos pasos elevados de nuestras plazas, eran malos, muy malos; que constituían barreras infranqueables para la fluidez del tejido urbano; que impedían la percepción limpia y clara del entorno; que eran elementos nocivos que arrebataban la ciudad al ciudadano para entregársela al malvado coche.
Mira tú por dónde, me despierto esta mañana con la noticia de la inauguración del primer tercio de un famoso proyecto de Diller y Scofidio en Nueva York: El High Line. Se trata de un nuevo parque lineal, construido sobre un par de kilómetros del viejo trazado de unas vías férreas elevadas que se construyeron hace muchos años para facilitar el acceso de mercancías a una zona industrial de la parte oeste de Manhattan. Como muchas áreas fabriles de la isla, ante la presión inmobiliaria y las dificultades de conexión varias, cayeron lentamente en desuso y se han ido reconvirtiendo, con envidiable vitalidad, a otros usos: lofts, galerías, comercios, etc…
La solución obvia y, si se me permite decirlo, madrileña, hubiera sido desmantelar automáticamente la vieja vía de tren, para hacer de la zona un convencional y agradable barrio residencial, incluso de nivel adquisitivo alto o muy alto. Pero varias asociaciones de vecinos elevaron su voz en defensa de aquella obsoleta infraestructura que, desde su punto de vista, había pasado a formar parte fundamental de la imagen de la ciudad y del barrio, al igual que las fábricas y demás estructuras industriales del pasado. Se convocó un concurso planteando este enfoque sorprendente para muchos de los promotores y especuladores inmobiliarios de la zona: no acababan de entender como la gente podía querer mantener una cosa tan fea en lugar de construir un nuevo barrio residencial amable y tradicional.
El resultado de todo aquel debate es el High Line que ahora abre sus puertas. Ganó el concurso la propuesta Diller&Scofidio + Renfro con la colaboración del artista Olafur Elliasson, que convierte la vieja estructura en un gran parque lineal que sigue atravesando a media altura todo el barrio. Ahora podemos comprobar que el proyecto no es solo tremendamente atractivo (que lo es sin duda); sino que es además una respuesta viable a una problemática urbana muy común, mucho más inteligente, rica y compleja que las infantiles y torpes demoliciones que algunos defienden con virulencia.
Con esta operación Diller y Scofidio consiguen mantener aquellos valores que, sin pretenderlo y con el exclusivo paso del tiempo, aquella brutal infraestructura había construido en la memoria de los ciudadanos. Reciclan esos recuerdos, y construyen sobre ellos. Eliminan lo negativo y lo infrautilizado y le superponen nuevas actividades, un nuevo sustrato (en este caso vegetal) para seguir proporcionando a la ciudad la densidad y complejidad que necesita. Solucionan un problema de falta de espacios verdes y libres en el barrio. Inventan un espacio nuevo para el peatón, una nueva perspectiva para el ciudadano, que puede ahora contemplar y disfrutar de su barrio desde las alturas donde antes circulaban los trailers. En definitiva, multiplican por dos el espacio público de calidad aprovechando algo que ya estaba allí, y con un coste, proporcionalmente, ridículo.
Esto es lo que eché de menos en Cuatro Caminos. Me habían robado torpemente la memoria. No digo que el túnel esté mal. Posiblemente el tráfico rodado esté mejor ahí abajo. Pero ¿por qué no haber mantenido el poderoso paso elevado y haberlo entregado al ciudadano?. Habríamos multiplicado no por dos, sino por tres el espacio público: túnel, cota de calle y scalextric. ¿Para qué? ¡Seguro que se nos ocurrían cosas!
La diferencia entre la ciudad y el pueblo no es simplemente una cuestión de escala (me acabo de dar cuenta de una curiosidad: “scale x tric”, truco de escala en inglés (más o menos)). Aunque a algunos les pese, el modelo de ciudad, no puede ser un pueblo en grande, con avenidas más anchas, con plazas de más radio y con edificios más altos (no mucho por favor). Entiendo perfectamente que haya gente a la que no le guste la ciudad, pero que no nos digan una y otra vez a los que sí nos gusta, que somos imbéciles y que lo bueno es el pueblo. Que no impulsen un urbanismo que persigue su sueño imposible y absurdo de vivir en Madrid como si fuera Patones de Abajo.
El suelo, la cota cero es un bien caro y, desde hace unos años nos hemos dado cuenta, escaso. No podemos lanzarnos enloquecidos a la conquista de más y más superficie horizontal. La respuesta para la ciudad y, más concretamente, para el espacio público de la ciudad está en la sección; en invadir con inteligencia y decisión el eje vertical. Solo de esa manera mantendrá la ciudad la densidad y complejidad que necesita para subsistir. Y este proyecto de Diller&Scofidio para Nueva York me parece un magnífico ejemplo de esta actitud.

domingo, junio 06, 2010

Foster o “¿arquitectura? No problemo”

"Autor: Diego Fullaondo; publicado en soitu.es en mayo de 2009"

Como dijo Trillo (y otros muchos antes que él), “acato la sentencia, pero no la comparto”. Por educación felicitaremos a Lord Foster por una nueva muesca en su gigantesco revolver de reconocimientos, pero siento una profunda desilusión por la concesión de nuestro Príncipe de Asturias de las Artes a este prolífico profesional británico.
No estamos ante un caso como el Pritzker de Zumthor. Podemos estar más o menos de acuerdo con la peculiar manera entender la arquitectura del suizo. Pero es indudable la calidad de cada una de sus obras, su preocupación intensa por la disciplina, y la importancia de conocer en profundidad sus planteamientos (incluso para ser capaces de rebatirlos).
Los motivos de mi decepción no tienen que ver con la enormidad de su producción planetaria ni con su pertenencia o no al denostado star-system de la arquitectura. A pesar de lo que se diga de ellos, en la mayoría de los casos, con más resentimiento y envidia que conocimiento, hay muchos haciendo las cosas muy bien por ahí. Mi decepción se fundamenta en que Foster, sobretodo el Foster de 20 años para acá, representa como nadie una actitud tremendamente perniciosa frente al problema de la arquitectura actual: para él, el problema, simplemente no existe; que me piden tecnología, yo se la doy; que ustedes la quieren ecológica, yo como el que más; que necesitan un icono,…como éste. Y todo ello con un pragmatismo y eficacia simplemente insultante. Intentaré explicarme:
- A finales de los años 60 y los 70, representó junto a Richard Rogers a aquella corriente que se denominó high-tech (alta tecnología). Una especie de coletazo del brutalismo británico que defendía que los edificios debían manifestar con sinceridad y claridad la manera en que estaban concebidos y construidos. El avance tecnológico había alcanzado ya por aquellas fechas la vertiginosa velocidad de crucero en la que estamos implantados en la actualidad. Las edificaciones mostraban orgullosas sus novedosas soluciones para estructuras, instalaciones y cerramientos de todo tipo. Quizás el ejemplo más paradigmático de aquella tendencia fue el excelente Centro Pompidou de Piano y Rogers en París.
- Al contrario que muchos de sus compañeros de viaje, Foster abandonó muy pronto esta fértil preocupación por la relación entre la tecnología constructiva que alojaba la arquitectura y su configuración física final. Separó el problema en dos (exactamente como estaba antes). Por supuesto sus edificios siguen estando dotados de las más caras y avanzadas soluciones ingenieriles de cada momento. Magníficas y necesarias. Pero ahora ya no son ellas las que determinan la forma de la arquitectura, sino que vuelven a esconderse con maestría en un volumen previo fijado desde otros parámetros.
- Para determinar esos otros parámetros Foster recurre a unos conceptos extremadamente clásicos y simplones de la arquitectura: simetría, equilibrio, ritmo y composición. El mérito (caso de existir) de su ampliación del Parlamento Alemán en Berlín, o del pepino de Londres, o de la sede la McLaren, o del ecológico rascacielos Hearst de Nueva York o de su propuesta para Moscú, es exclusivamente la destreza con la que hace desaparecer toda las tecnología que sin duda está presente en el limpio, puro y simple volumen edificado (Recuerdo que hace muchos años pasé una hora de reloj intentando descubrir como evacuaba el agua de lluvia del interior de su polémica cúpula del Reichstag. Al final lo descubrí, creo)
- Me cuesta mucho encontrar diferencias entre la actual producción de Foster y los gigantescos, asépticos e impersonales consultings, mayoritariamente norteamericanos, ejecutores impecables de los mayores rascacielos y grandes superficies del planeta. Para ellos la arquitectura es, en el mejor de los casos, un molesto envoltorio superficial, con una misión suavemente representativa (siempre que no afecte demasiado al presupuesto global). A pesar de lo que pudiera parecer, la única diferencia entre esta manera de hacer arquitectura y la de las isotrópicas manzanas de viviendas de ladrillo de nuestros planes parciales, o la de las hileras de adosados infinitas de nuestras periferias suburbanas, es un ligero aumento de la calidad de los materiales puestos en obra (y del presupuesto claro).
Hace años que no se habla en una escuela de arquitectura de Foster. Simplemente porque no hay nada, ni bueno ni malo que decir. Tal y como él pretendía por otra parte. Un buen profesional supongo. Caro, imagino. Y con una fama desproporcionada a sus méritos reales como arquitecto; debida fundamentalmente a unas obras iniciales de su carrera, como la Biblioteca de Nimes o el Banco de Hong Kong, cuando todavía pensaba que sí había un problema en la arquitectura.
Hace tiempo que miro con mucha más curiosidad distante sus puentes, su pasarela del milenio frente a la Tate londinense, o incluso su ingeniosa solución para las gasolineras de Repsol, que cualquiera de sus propuestas edificatorias y no digamos urbanísticas en las que los viejos principios del clasicismo más severo no saben ni donde agarrarse (el que tenga interés que busque su última propuesta para la regeneración de una amplia zona de Estocolmo).
Pero en fin. Dicen que la importancia y relevancia de los premios la construyen los galardonados a lo largo de los años. Desde ese punto de vista, y con la honrosa e inexplicable excepción de Sáenz de Oíza, el Príncipe de Asturias ha reunido bajo el mismo techo a Niemeyer, Calatrava y, ahora, Foster. Un palmarés de arquitectos que define claramente lo que entienden y, sobretodo, lo que les interesa la arquitectura a los pajaritos del jurado.