martes, abril 08, 2008

Lo mejor de Lisboa: Mérida y Plasencia


Acabo de volver de Lisboa. Clásico viaje familiar de Semana Santa, que mi siempre diligente esposa organizó a la perfección y, en este caso, en tiempo record. Fuimos por el Valle del Jerte para apreciar el, sobrevalorado, espectáculo de la floración del cerezo, y volvimos por el trayecto tradicional emeritense. Lisboa, en si misma, no me ha interesado nada: por culpa de la propia ciudad; o por de la compleja intendencia que siempre conlleva el viaje con tres inquietos infantes; o por mi poca o nula receptividad a la melancolía del fado que, según dicen, inunda la ciudad. No lo sé. El hecho es que o yo no me enterado de nada o la ciudad es una patata que está a años luz de la tensión y las posibilidades que se perciben en Oporto. Pregunté sutilmente a un lisboeta por esa extraña diferencia entre ambas ciudades, sugiriéndole la respuesta de la potente Escuela de Arquitectura de Oporto, con sus tres generaciones de maestros Távora, Siza y Soto de Moura. La respuesta con la que me topé fue bastante inquietante aunque creo que profundamente falsa e injusta: “Es lo mismo que pasa con Madrid y Barcelona. Nosotros somos la capital y con eso nos basta.”
Salvo la Fundación Gubelkian, edificios, colecciones y jardines, por este orden, y el recinto de la Expo, la capital portuguesa me ha aburrido profundamente. El intercambiador de Calatrava de la Expo, justo es decirlo, es excelente. Toda la incorporación del recinto a la ciudad es ya un hecho y un acierto (Sevilla debería tomar nota). Triste sin embargo, el Pabellón Portugués de Siza, que queda aislado y solitario a pesar de estar rodeado de actividad por sus cuatro costados (bueno, tres, que el cuarto es el mar). Como un templo griego, como la Maison Carre, como un monumento a un cierto tiempo pasado que nadie recuerda.
El encanto de la Lisboa del fado, de la ribera lenta, de la Plaza del Comercio, de las cuestas y miradores recorridos pesadamente por el tranvía 28, de la Torre de Belem, del Monasterio de los Jerónimos y el Castillo de San Jorge, de la Lisboa superviviente del terremoto, a mí se me ha escapado completamente. Flanqueada por un océano que no es océano porque no tiene horizonte, pero que tampoco es río porque no se distingue la otra ribera, me pareció percibir una vieja ciudad que ya no sabe donde mirar, una ciudad cansada de si misma y sin fuerzas para evolucionar. Estatuas y monumentos demasiado centrales, colocadas en plazas demasiado grandes, a las que se llega por calles demasiado estrechas y caprichosas. Dos cosas consiguieron despertar mi adormecida curiosidad: Los dos puentes de acceso sobre el estuario del Tajo, ambos impresionantes, y el ascensor de Santa Justa que, por alguna razón, encontré similar a mi querido puente colgante de Bilbao: Un artefacto absolutamente excesivo y ligeramente absurdo que mata pulgas a cañozazos, con el encantador sabor del invento surrealista.
Lo mejor como digo, Mérida y Plasencia. La capital extremeña, me sigue sorprendiendo cada vez que voy. En las ruinas romanas, Hugo disfrutó como nunca escuchando las explicaciones de una guía que estupefacta contestaba las impropias preguntas de un mocoso que ni siquiera formaba parte de su grupo. Eso si, mientras su hermana saltaba de piedra en piedra con sus muletas ante la mirada aterrorizada de los turistas. Sobejano solitario y orgulloso en la otra margen del río… Bien, pero puede que demasiado solitario; insultantemente correcto diría un amigo. Parecida sensación en tenido hace unos días en Zaragoza viendo su Palacio de Congresos para la Expo. Pero eso es otra historia.
Y Plasencia. Magnífica. Pude ver a mis cuarenta añazos, con aglomeracion y agobio incluido, mi primera procesión de Semana Santa. Lo más raro es me gustó. Me gustó mucho. Me debo estar haciendo mayor.