miércoles, marzo 17, 2010

Simulacro


"Autor: Diego Fullaondo; texto escrito como conclusión del Campus de Ultzama de la Fundación Arquitectura y Sociedad, en el año 2009"


Hace unos días vi en YouTube a Iñaki Ábalos a las puertas del Congreso de Valencia, afirmando con un risa nerviosa, “… ¡no sabe nadie qué coño hacer ni decir!…”. Recordé automáticamente la intervención de Patxi Mangado al finalizar las presentaciones individuales de cada uno de los equipos invitados a Ultzama, en la que se preguntaba con cierta vehemencia: “… me parece todo muy bien. Pero entonces, ¿qué hay que hacer?”.
Brusco y dramático interrogante que pocos tienen el coraje y la honestidad de hacerse. Es comprensible. Resulta mucho más fácil construir respuestas precipitadas que asumir el íntimo desconcierto. Respuestas fundamentadas más en la defensa numantina de la propia forma de hacer, que en la auténtica búsqueda de soluciones plausibles. Respuestas que provienen de un pasado ya superado o que pretenden un futuro parcial e insuficiente. Respuestas que buscan culpables y excusas, en lugar de plantear nuevas opciones.
Es difícil. Pero asumiendo que aun no somos capaces de responder con acierto en este panorama en formación, creo que sí es necesario desenmascarar los simulacros: ilusiones más o menos bienintencionadas, más o menos veraces dentro de su más o menos consciente parcialidad, que es necesario ir descartando para evitar equívocos, para no perder el tiempo, para no despistar la búsqueda:
- El simulacro del problema administrativo profesional, que entiende que mediante leyes impuestas devolverá al arquitecto el prestigio y reconocimiento social que, se supone, merece.
- El simulacro de las leyes del mercado que intenta justificar una ineptitud previa, difícilmente asumible.
- El simulacro del debate geográfico que pretende encontrar en centralismos sucesivos, el motivo de la falta de repercusión de las genuinas y poderosas respuestas locales.
- El simulacro de la lucha generacional que, como casi siempre, culpabiliza a los padres de cercenar el desarrollo autónomo y completo de sus hijos.
- El simulacro de la demonización de la arquitectura icónica, malvada madre de la frivolidad, el despilfarro y la inconsistencia de la arquitectura de los últimos años.
- El simulacro de una sociedad ineducada e idiota, incapaz de comprender los enormes beneficios que les regalamos magnánimamente los arquitectos.
- El simulacro de una red plana, plana e isotrópica, que crece confiada en que el simple coro de voces razonablemente inteligibles sustituirá la intensidad y profundidad del discurso de autoridad individual.
- El simulacro de la dictadura del usuario, sobre cuyas espaldas se deposita la responsabilidad de la decisión, escondiendo bajo un velo hipócritamente democrático, la profunda incapacidad e inseguridad del autor.
- El simulacro de la inspiración trasnochada del artista-arquitecto capaz de producir las más intensas emociones del habitante.
- El simulacro de la tecnología, autoproclamada salvadora de la arquitectura, a la que desprecia hasta convertirla en el aséptico soporte de los más sofisticados dispositivos constructivos.
- El simulacro de una arquitectura envuelta en discursos éticos bastante pueriles, cuya manifestación sobre las propuestas concretas es, además de discutible, difícilmente reconocible.
- El simulacro de la fascinación por la agilidad de otras disciplinas, que suplantan con insolencia todos los viejos contenidos disciplinares.
- El simulacro de la exploración de los límites de la arquitectura, cuando la mayor incógnita aun reside en la composición de su núcleo.
- El simulacro de una crisis económica que, aunque importante, no es causa sino síntoma de una problemática mucho más profunda.
- El simulacro de la pobreza, material y de espíritu, a la que nos empujan a causa de no sé qué pecados y para obtener no sé qué beneficios.
- El simulacro del concepto de sostenibilidad, descargado de todo su contenido semántico y sustituido por cuatro ingenios tecnológicos y cinco exabruptos demagógicos cuyo corolario lógico evidente, es la desaparición total de la arquitectura.
- El simulacro de una ciudad que se odia a si misma y se disfraza para ocultar su auténtica naturaleza.
- El simulacro de lo colectivo que aplasta la complejidad del individuo.
- El simulacro del consenso como única vía para homologar y validar un proceso.
- El simulacro en que se convierte la vida cuando su único fin es precisamente sobrevivir.
“… ¿qué hay que hacer?” nos preguntaba el anfitrión antes de lanzar su voluntarioso y desigual decálogo. No lo sé. Hay que aprender a avanzar con esta respuesta provisional e insatisfactoria; evitando a un tiempo el materialismo cientista a todas luces miope, y el relativismo absoluto que nos deja flotando eternamente en una vaporosa nube de autocomplacencia, igual de agradable que de inútil.
Solo encuentro dos aspectos dentro de estos simulacros que se vislumbran como relevantes para el futuro de la arquitectura: lo sostenible y lo digital. Pero ambos conceptos deberán liberarse y madurar el tratamiento simplón y demagógico que se les da con demasiada frecuencia. La sostenibilidad se traducirá en la máxima exigencia de eficacia y rentabilidad de los enormes esfuerzos de todo tipo que son necesarios para producir la arquitectura. Y, sobretodo, el poderoso mundo digital en formación, deberá estratificarse, ganar complejidad real e introducir sin complejos criterios de relevancia y calidad que, contra lo que se predica habitualmente, harán ese nuevo entorno virtual más democrático, accesible y útil para el conocimiento.
La arquitectura se debe contraer. En lugar de la expansión enloquecida a la que parecemos lanzados, urge la contracción para localizar con precisión lo específicamente arquitectónico. Para hacernos de nuevo imprescindibles para la sociedad. Para volver después a expandir la disciplina seguramente a territorios muy diferentes de aquellos por los que ahora peleamos infructuosamente.
Solo encuentro una palabra para acercarnos a la composición del núcleo disciplinar: la invención. Los arquitectos hacemos muchas cosas diferentes. Cada vez más y cada vez peor. Pero lo único que hacemos solo nosotros, es inventar. Inventar estructuras que albergan la actividad del ser humano. La invención, la abducción o la innovación no son por lo tanto una parte rarita y experimental de la disciplina, destinada a unos pocos investigadores más o menos trastornados. Este complejo proceso constituye la especificidad del arquitecto. Especificidad para la que, paradójicamente, es imprescindible una formación y una acción generalista. Aquí reside el gran drama: muchos de estos contextos necesarios para la invención, han pretendido y siguen pretendiendo, suplantar completamente a aquello para lo que fueron llamados. Han pretendido negar la necesidad de ese salto al vacío, de ese riesgo que siempre acompaña el acto creativo. Y eso, simplemente, es imposible.

martes, marzo 16, 2010

El toro de Zaera: ¿Curro Romero o José Tomás?




"Autor: Diego Fullaondo; publicado en soitu.es en diciembre de 2008"

El lunes 1 de diciembre nos enteramos de que Alejandro Zaera y su FOA abandonaban en proyecto del Instituto de Medicina Legal de la nueva Ciudad de la Justicia de Madrid. Parece ser que la Comunidad no acepta un aumento de presupuesto del 53%, que el arquitecto ha estimado como imprescindible para ejecutar el proyecto con el mínimo de calidad que él mismo exige a sus propias obras.
Me fascinan las coincidencias. Apenas un par de días antes, había muerto Jorn Utzon, arquitecto danés autor de la celebérrima Opera de Sydney. También él tuvo que dimitir durante la ejecución del emblemático y magnífico edificio por diversas controversias presupuestarias y técnicas con los responsables de la administración australiana del momento.
En absoluto pretendo comparar ambas obras (¡que más quisiéramos los madrileños!). Pero, desde luego, Zaera no podría haber elegido un momento más señalado para repetir el orgulloso e infrecuente gesto del autor apartándose de su obra, ante dificultades, aparentemente, insalvables.
En cualquier caso, es una mala noticia.
Digo que es una mala noticia, porque siempre lo es que el creador de una idea se aparte del proceso de ejecución de la misma. Es muy probable que los nuevos responsables, hagan su aportación relevante en el desarrollo final. Pero es indudable que se perderán muchos valores que solo el autor original puede conocer, y que, por la razón que sea, no han quedado registrados con precisión en ningún documento.
Y también digo que es una mala noticia, porque la rotundidad de la decisión de Zaera es un territorio abonado para demagogias baratas de toda índole que, sencillamente, no aportan nada. Me refiero, por ejemplo, a aquellos tópicos relativos al enorme ego de los arquitectos o a la estupidez innata de los políticos incapaces de apreciar la buena arquitectura.
No conozco en detalle el proyecto. Si son ciertos los datos que han facilitado los protagonistas de la historia, una cosa es cierta: Es absolutamente imposible en el momento actual construir y equipar un edificio de estas características por menos de 1.000 euros/m2. Este ratio es apropiado para hacer viviendas sencillitas que incorporen toda la calidad material, tecnología y servicios que ahora la sociedad exige a las construcciones. Si a esto le añadimos las instalaciones especificas, cámaras frigoríficas, salas asépticas y demás equipamiento singularísimo que se deberá incorporar un edificio tan particular para garantizar su adecuado funcionamiento, el importe es, a todas luces, insuficiente.
Hasta este punto, completamente de acuerdo con Zaera. Tengo muchas más dudas con su argumento comparativo con los edificios colindantes. Afirmar que el Campus de la Justicia no es justo porque a Foster o a Zaha les han dado más dinero que a él para hacer su edificio, se parece demasiado a una pataleta de niño caprichoso. No hacía ninguna falta. El error del iluminado, imagino que técnico de la administración, que hizo la estimación inicial del presupuesto para el edificio es más que manifiesto.
Por otra parte, estos números generales no contemplan la apuesta decidida y, desde mi punto de vista, acertada, que hizo la Administración por darle al enorme equipamiento judicial, un valor añadido como hito arquitectónico en la ciudad. Para ello concursos y contrataciones directas se orientaron hacia arquitectos de reconocido prestigio y hacia soluciones que potenciaran la individualidad y singularidad de cada uno de los estrictos círculos que el plan director de Frechilla y López Pelaez había prescrito. Entiendo que esta clara intención de la Administración sea discutida por algunos duros integristas que azotan inmisericordemente todo aquello que ellos consideran superfluo y caprichoso, que últimamente inundan la escena de la crítica arquitectónica. Vayan por delante mis disculpas hacia ellos por la ofensa, pero yo opino que una inversión de dinero, esfuerzo y espacio en la ciudad de esta magnitud, bien vale el intento de incorporar algunos otros valores además de los estrictamente funcionales y de equilibrio presupuestario.
La propuesta ganadora de la ordenación general del campus había determinado que todos y cada uno de quince edificios del mismo responderían a una alineación circular, con diferentes radios y número de alturas en función del programa que debían albergar. Las infinitas propuestas para cada uno de cilindros judiciales que lentamente han ido apareciendo, han agotado, estimo que para los próximos cincuenta años, las posibilidades de distribución de un círculo en planta. Deformaciones imposibles, huecos y perforaciones laberínticas, se han envuelto en pieles elaboradísimas lanzadas a una carrera, patrocinada sin pudor por la propiedad, con una sola regla básica: Alcanzar la singularidad y la diferenciación de la forma más reconocible y rígida que se conoce: la circunferencia.
Pero entonces llegó la crisis y donde digo digo, digo diego. Es posible que con toda la razón del mundo, las reglas del juego cambiaron súbitamente. Lo económico pasó a un primer plano casi exclusivo. Y es obvio que, como en cualquier catástrofe natural, mucho más allá de contratos firmados o compromisos verbales previos, cualquiera tiene el derecho e incluso la obligación de modificar sus prioridades.
La administración debe ser especialmente cuidadosa en estos momentos con los dineros públicos. Puede efectivamente, modificar su criterio, y requerir ahora una arquitectura de supervivencia que cumpla su función básica específica. Pero también hay que reconocer al arquitecto su derecho a responder o no a este nuevo escenario. El derecho a decidir responsablemente si aquello que concibió para unas determinadas condiciones, es susceptible de ser adaptado a otras radicalmente distintas. Parece claro que en este caso, no disponían del mínimo margen presupuestario para siquiera intentarlo.
En este sentido creo que la respuesta de Zaera está cargada de dignidad. No es una cuestión de ego. Se llama profesionalidad y no estamos demasiado acostumbrados a ella. Por poner un símil taurino, un poco a la manera de José Tomás que pone sus condiciones para actuar y si no se dan, sencillamente no torea. Lo habitual, lo común, es completar la faena de cualquier forma. Cobrar, por supuesto. Y después, ir por los mentideros culturales renegando y poniendo excusas externas por el pobre resultado.
Pero se me ocurre otra explicación algo más sibilina para el comportamiento de famoso arquitecto madrileño, más ligada a las características concretas de esta obra que a las consideraciones generales que he hecho con anterioridad. El edificio-toro que FOA propuso para el Instituto de Medicina Legal que ahora abandona, me pareció en su momento tremendamente alejado de la calidad y la fuerza de su ya clásica propuesta para el puerto de Yokohama, o de sus ideas para la zona cero de Nueva York. Es posible que el propio Zaera también fuera consciente de la debilidad de su proyecto, y visto que ni siquiera iba a disponer del presupuesto necesario para disfrazarla con la resolución constructiva brillante a la que nos tiene acostumbrados últimamente, haya decidido pegar una “espantá” a lo Curro Romero, para evitar hacer más evidentes sus carencias. Desde esta óptica el gesto de la dimisión tiene, desde luego, una altura de la que carecía el proyecto. Y eso, tampoco está mal.

lunes, marzo 15, 2010

Jorn Utzon: lo malo de ser un héroe


"Autor: Javier Boned; publicado en soitu.es en diciembre de 2008"


Ha fallecido, con noventa años de edad, el arquitecto danés Jorn Utzon, premio Pritzker de Arquitectura en el año 2003, y autor, como es bien sabido, nada menos que de la Opera de Sidney, considerado ya por algunos críticos como el edificio más importante y emblemático del pasado siglo. Utzon, un joven danés de 38 años desconocido hasta entonces, gana el concurso de la Opera en el año 1956, con una solución fantástica, complicada tecnológicamente, y tras múltiples avatares consigue ver realizada su obra diecisiete años más tarde, en el setenta y tres. Nos deja en la bahía de Sidney un maravilloso hito arquitectónico, un monumento de la arquitectura contemporánea realmente difícil de superar. Tras múltiples desencuentros sociales y económicos que le obligaron a la dimisión de la obra en 1966, Utzon pudo ver al fin hecho realidad su sueño arquitectónico. Como en su momento la cúpula brunelleschiana de la catedral de Florencia, los múltiples casquetes esféricos de la bahía de Sidney son ya un símbolo inequívoco de nuestra época, y Utzon pasó a representar para siempre la heroicidad arquitectónica.
Pero lo malo de ser un héroe es que se simbolizan demasiadas cosas, y la grandeza, la inmensa creatividad de una figura como Utzon siempre será blanco de envidias y de injusticias históricas. Lo malo de ser un héroe, es que la espada de Damocles del olvido absoluto esgrimida por las historias oficiales siempre estará sobrevolando sobre su vida y su obra. ¿Quién se acordará en unos años de este maravilloso arquitecto? ¿Quién recordará el espacio interior de su espléndida iglesia de Bagsvaerd? ¿Quién explicará sus inquietantes viviendas de Mallorca, con esa mediterraneidad antropológicamente compleja que tanto ama el alma nórdica? ¿Quién hablará del introspectivo, expresionista y no construido Museo de Silkeborg? (Parece que a este último, arquitectos de sensibilidad como Nieto y Sobejano le han dedicado una publicación específica; a ver lo que dura su recuerdo) ¿Quién rescatará el carácter seriado e indeterminado de las plataformas del concurso de Elviria? ¿Quién alabará la interpretación magnífica de la arquitectura islámica que supone la Asamblea Nacional de Kuwait?
Lo malo de ser un héroe es que se les utiliza cuando conviene, para luego dejarlos tirados a la menor ocasión, cuando ya han cumplido su función icónica y representativa, inicial y necesaria, y han abierto al camino a otros, que mucho más mediocres, se aprovechan de ello. Demasiado inalcanzable en algunas de sus manifestaciones, demasiado capilar, sutil y complejo en otras, Jorn Utzon siempre será, no me cabe la menor duda, inhaprensible para la ortodoxia anti-formalista, indescifrable para los rígidos funcionalistas y contaminador del paisaje para la vanguardia más ecológica. Es lo malo (o lo bueno, quien sabe) de ser un héroe: nadie te quiere a su lado en cuanto pasa un poco de tiempo, y hay que hacer desaparecer lo que estorba cuando de lo que se trata es de escribir una historia donde el arte de la arquitectura (y que conste que el mismo Utzon tan sólo se consideraba un “constructor”) no tenga cabida. A demasiados buenos arquitectos, y no arquitectos, les ha ocurrido, y pagaron cara su heroicidad con el destierro de la ausencia en las páginas de la historia. Esperemos que no ocurra esta vez. Descanse en paz uno de los mejores arquitectos de la tercera época de la arquitectura moderna.