domingo, abril 11, 2010

El tacto y la materia


"Autor: Luis de la Cuadra; publicado en soitu.es en febrero de 2009"

D. Vicente Traver Tomás, fallecido en 1966, decía que es preciso tocar, que acerca a la arquitectura. En sus visitas de obra portaba un bastón (por aquel entonces, complemento habitual) que utilizaba para indicar y luego hacer las aclaraciones o dar las órdenes que creía convenientes. Se servía de la mano también para tocar, para percibir los distintos acabados de cada uno de los materiales con los que su proyecto se había hecho realidad.
Al menos así lo describe su hija Elena, que con más de ochenta años, aún recuerda como su padre, al pasear, acariciaba los edificios.
Siempre me ha interesado el lenguaje corporal del que visita, estudia y analiza una obra de arquitectura construida. Las actitudes pasivas, de percepción, desprecio o admiración con brazos cruzados que se dan en los museos, se transforman en actividad, se requiere del movimiento del observador, cambios de las zonas de observación, escuchas de sus distintos espacios, busca de escorzos, ejes, razones, aproximaciones a sus límites físicos y en ocasiones el uso del tacto para aclarar dudas sobre su material. A menudo estas caricias no reflejan tanto la búsqueda de información como los signos de la actividad intelectual que el observador está llevando a cabo.
Hay también otra forma de entender esta necesidad de tocar. El tacto es necesario para obtener alguna información del material que la vista no permite, como su aparente temperatura, dureza y alguna textura. Pero hay quien lo entiende imprescindible, quienes hablan de la necesidad de “comprender la materia”. Utilizan complicadas terminologías para referirse a “su” gnosis. Aparentar investigar sus quiméricas propiedades y nos confunden en disquisiciones inacabables sobre la materia y el material. Desprecian los planteamientos de proyecto más abstractos, considerados sólo válidos para el papel.
No entremos ahora en el enfrentamiento entre la obra construida y el proyecto en papel, si es más arquitectura una que otra, tampoco en la oposición entre lo “real” y lo “virtual” (digital). Pensemos en proyectos realizados para construirse (esos que si su promotor no quiebra y nadie lo impide, se verán en la ciudad). Esos que casi todos los arquitectos intentamos realizar.
Analizando los planteamientos de este tipo de proyectos, encontramos una brecha que diferencia a los generados desde la exaltación de un material, del resto de proyectos arquitectónicos. Evidentemente hay muchos “fundamentos” desde los que un arquitecto puede comenzar a pensar, a buscar, a trabajar, para crear una forma, un espacio y un proyecto. De todos ellos parece muy tramposo el de la materia con el que se va a ejecutar.
Resultados de planteamientos de este bestialismo material disponemos a manta:
Desde la arquitectura proyectada en el XIX por la adoración al ladrillo mesopotámico (que nunca nos abandonará), hasta las actuales prescripciones de un determinado tipo de ladrillo, descascarillado, de cocido único, con una disposición de hiladas predefinidas o bien de aspecto intencionadamente cutre que debe ser dispuesto según los trazados que el arquitecto ordene en la obra. Para gloria del acero, el arquitecto utiliza gruesas planchas como puertas correderas, pesados perfiles en remates de rodapiés y sobredimensiona sus simples estructuras. Siempre con aspecto industrial, porque si no, no es acero potente, del de verdad. También podemos hablar de los fantásticos vidrios, transparentes y puros ocultos tras los parasoles que el arquitecto tuvo bien prever o tras las cortinas que el hortera del dueño utiliza. Innovamos con enormes cuerdas que definen limitaciones espaciales y recuerden la intencionada provisionalidad de una distribución mal realizada. No se libra la “tecnología” del hormigón, con esos prefabricados con los que el arquitecto construye la única viga en vuelo de todo el edificio (que sólo soporta su propio peso).
Es curioso que la definición última de estas obras no requiera en absoluto del tacto. Son materiales siempre obvios, conocidos y elementales. El resultado es una arquitectura amorfa, adoradora de las formas reconocibles del material, más interesada en su relamido acabado que en la necesidad o adecuación a lo que pretenda servir. No muestran nuevas o sorprendentes cualidades del material con el que han trabajado, sino que exhiben sus características reconocibles: la porosidad, el peso, el color, el grano o la veta de los materiales naturales, su perfil comercial en el caso del acero o el despiece del encofrado, las coqueras o el tipo de árido utilizado en el caso del hormigón. No se trata ya de descubrir los materiales que permanecían ocultos tras la decoración, dejando ver la realidad de su solución constructiva. Se trata de ostentar de forma obscena la teórica potencia primitiva del material. Por eso no se exhiben más que los materiales reconocibles por el observador.
En el extremo opuesto a este tipo de proyectos, nos encontramos con proyectos que no rematan nunca su definición constructiva. Parece algo excesivamente plebeyo, que se deja al arbitrio de las propuestas de su futuro constructor. Disponemos en estos casos de una oferta increíblemente escasa de acabados industriales. Todos ellos homogeneizados al tacto.
En cambio hay proyectos en los que el arquitecto trabaja y estudia bien los acabados de sus edificios. Busca materiales, que trata de malear, para que como ocurre con las planchas del Guggenheim de Bilbao configuren los espacios definidos en proyecto. A menudo consiguen paneles con originales relieves, perforaciones, sombras… Incluso demasiados materiales para un solo edificio como en el Caixaforum del Prado. No son proyectos planteados desde el material sino edificios cuyos materiales se adecuan con mayor o menor acierto al fin que requería su morfología.
En actual cultura audiovisual, todo se remata con una pátina de polimerileches de forma que da igual tocar madera, yeso, metal que plástico. Todo parece llevar puesto un higiénico condón y la inconsciente caricia de la que hablábamos al principio, se vuelve desagradable porque al no identificar la presencia del material, consigue desorientar al observador. Lamentablemente hoy, el atractivo a la caricia parece reducirse a una lectura artificial de grabados en sistema Braille.
Vale.

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