lunes, marzo 17, 2008

Derechos, deberes y deseos


Vivimos en un estado “garantista”. Me refiero a todo occidente; no solo a nuestra querida España. Lo “público” tiene la obligación de garantizar el respeto a nuestros derechos reconocidos. El conflicto en lo concreto, suele venir derivado del choque entre dos derechos individuales de idéntica o diferente naturaleza. Ante esta situación, cada vez más frecuente en función del aumento de derechos, comienzan a formularse matices encubiertos a la estructura “garantista” del estado. El más tramposo de todos ellos aquel que recurre a la sonora aliteración, “derechos y deberes” de los ciudadanos como una realidad indisoluble. El antónimo de “derecho”, que podría utilizarse en la búsqueda de un hipotético equilibrio conceptual de la balanza, no es, desde luego, “deber”, sino “renuncia”.
Los derechos individuales inviolables son, exclusivamente, aquellos que lo son por su propia naturaleza. No por voluntarismo, más o menos bienintencionado ni por contraprestación a unos deberes ciudadanos de aun más difícil explicación. Cuando reconocemos un derecho al otro, estamos renunciando explícitamente a una posibilidad propia, en beneficio de la ajena. Es decir, establecer derechos universales, significa realmente, establecer renuncias universales a las que, por unas causas u otras, todos estamos dispuestos.
Esto nos obliga a enfrentarnos a un hecho bastante evidente al mismo tiempo que políticamente poco digerible: Hemos sufrido una multiplicación patológica de los derechos individuales, que ha llevado a la pérdida de contenido semántico y real de todos ellos, los legítimos y los más discutibles. Hemos confundido derechos universales con situaciones deseables. Derecho y deseo se han mezclado peligrosamente conduciéndonos a un conflicto previsible: El deseo no es, gracias a Dios, tan homogéneo y universal, como debiera ser el derecho.
No tenemos, mejor dicho, no deberíamos sentir que tenemos, tantos derechos como creemos. Cada vez que se aboga por un nuevo derecho que desea establecerse como universal, deberíamos preguntarnos, más que si esa nueva situación es positiva (que seguro que sí), si las renuncias que va a conllevar para todos y cada uno, son tolerables y exigibles. Asumir verdaderamente el derecho a la vivienda supone, guste o no, legitimar el movimiendo ocupa; la libertad de expresión, conlleva la obligatoriedad para todos de oír multitud de estupideces (no se argumente que uno es libre para escuchar o no, porque el ruido es tan ensordecedor, que hace imposible el aislamiento. En cualquier caso, esto sería también una renuncia exigida a aquel que ha otorgado el derecho); exigimos a los estados que nos proporcionen un entorno seguro donde desarrollar nuestras vidas, sin comprender que ello les obliga a limitar nuestras libertades y a invadir nuestra intimidad; la libre circulación y la emigración lógicamente debilitarán y modificarán antiguas conciencias identitarias y nacionalistas a las que también habrá que saber renunciar.
No sé bien el motivo, pero me viene a la cabeza algo que hace muchos años escuche a un viejo jesuita: Una interesante respuesta a la pregunta, ¿qué es ser libre? Elegir de quién quiero ser esclavo (esclavo por amor decía él realmente, pero en este momento creo que el motivo es lo de menos). Los derechos individuales y universales, para poder serlo de verdad, deben ser fundamentalmente, pocos.