viernes, junio 04, 2010

HABLAR. ENUNCIAR. CREAR.

"Autor: Javier Boned; publicado en soitu.es en mayo de 2009"

El tiempo que viene ya tuvo su final. Casi no nos dimos cuenta, y todo había muerto ya a nuestro alrededor. De las secuelas de aquel descubrimiento todavía no somos conscientes, pero lo que es seguro es que agudizaron nuestra sensibilidad hasta un punto que tampoco nos atrevemos a descubrir, y que nos hizo comenzar una batalla que en el fondo no es la nuestra.
Pero… ¿cuál es el principal atributo del arte sino el reconocimiento, la consciencia y la manifestación de una condición nunca del todo realizada? Es justamente ahora, cuando se agotan las definiciones y las funciones establecidas previamente como socialmente necesarias, cuando estamos obligados a hacer oír nuestra voz. Nosotros, los que conocimos a los últimos demiurgos, y disfrutamos con la vida del último Prometeo, tenemos que pasar el relevo de aquello que se nos regaló y de lo que no somos amos, ahora que las fuerzas poderosas de la razón parecen haber ganado la guerra, ahora que nos asaltan las más grandes dudas, que nos asusta la posibilidad de la desaparición del lenguaje.
El problema es que héroes, o aquellos a los que reconocemos como tales, quedan pocos, y los que quedan no tienen más remedio que disimular a menudo su condición, en una sofisticada demostración de camuflaje, pues gracias a ello llevan ya tiempo sobreviviendo en este paraíso de lo ilusorio, de realidad virtual y de verdad mediatizada. Es ya difícil encontrarlos y mucho más difícil reunirlos. Muchos de ellos se vendieron a su propio ideal, y otros decidieron ser como el más común de los mortales. Pero jamás pudieron dejar de ser héroes, y eso les supuso a muchos una muerte prematura.
Y es que vivimos en un estado vaporoso e hiper-éstético, inmersos en los interactivos y constantes códigos de la distracción. Este exceso de estética hace que ya no sea preciso el desciframiento de las significaciones, excepto la del asesinato, único suceso interesante donde la muerte sigue siendo el inicio de un proceso de conocimiento. Hemos llegado a este punto, en donde el asesino es el monstruo necesario, Frankestein creado por nosotros mismos, para ser aniquilado también por nosotros mismos tras un necesario proceso de investigación basada en la sospecha, y este proceso posee la paradójica función de mantener viva nuestra civilización. La muerte se presenta pues como un hecho intrascendente, contingencia absoluta para que el proceso de la investigación se produzca. El forense ha pasado a ser el auténtico demiurgo, el nuevo mago, que explica la muerte al mundo, y por tanto, explica también la vida. Hemos pasado del ladrón al criminal, del robo al asesinato. Frente a la clásica antigüedad del robo, donde importaba que las cosas cambiaran de dueño, se impone la ciencia de la casualidad y el indicio, la entropía que todo lo envuelve, y que se incorpore la muerte a nuestra cotidianidad como un mero cambio de estado, una posibilidad más del sistema.
Los que se niegan a considerar únicamente la muerte por asesinato como principal objeto de investigación están obligados a encontrar explicaciones en otros hechos, en otros campos, y eso resulta complicado, especialmente cuando todas las manifestaciones del hombre son objeto de distracción, de ocio, de consumo. Todo es externo a nosotros, y este “todo exterior” ha contaminado toda visión personalizada, todo sentimiento y todo deseo, y lo ha condenado a una existencia sin dueño, donde cualquier realización intencional carece de sentido. Es pues el momento de hablar.
Pasó la era del “yo pienso”. Pasó también la hermosa época del “yo miento”. Se impone el tiempo del “yo hablo”. “Hablar” del interior como hecho revolucionario, como singularidad. No es ni tan siquiera preciso exigir reconocimiento del discurso; basta con poder hablar. La materialidad del habla interna se erige así en nuevo privilegio, en expresión original, inocente y creativa, subversiva en cuanto que el hablar interno lleva implícito un cierto nivel de interpretación, de narración, de intención estructurada. En esta mínima partícula ordenada del habla se instaura, por su propia naturaleza, la posibilidad del arte.
Poder hablar del interior pues, como marco indispensable para que surja lo inocente, el ingenuo potencial del espíritu creador. Sustituir la imagen por el habla, por el sonido del habla, por su estructura, por su acento y su inflexión. Sustituir la imagen por la voz personalizada. Ofrecer el habla como inmolación, como inicio de un proceso de salvación, ofrecerse como error, como equivocación histórica, dando paso al aprendizaje, a la escucha profunda, a través de la fragilidad del que se muestra en vida. Ya no es el poeta rilkeano, bohemio, petrificado y hermoso, lo que se expone al viento de lo abierto. Es un ser superviviente, camaleónico, anti-héroe de dudosa utilidad social, es un ser enunciador, an-estético, que ya no puede ostentar ninguna categoría, ninguna jerarquía, no puede demostrar ninguna habilidad. Tan sólo puede hablar. Tan sólo puede enunciar, desenmascarar el temor a ser libres, manejar los sonidos en el silencio. Esto permitirá el acercamiento, la familiaridad, las estructuras de cariño inclasificables, el misterio de la transmisión del virus de la creatividad.
Enunciados carentes de contenido ortodoxo, discursos reducidos a sensaciones, a sueños imposibles, a ideas atávicas que incitarán sin duda a la comprensión del mundo, que acercarán lo distante, que recordarán el tiempo perdido, y harán incapié en el irremediable final que tienen todas las cosas, y por tanto en su eterno retorno. Enunciados que propiciarán a su vez respuestas utópicas, pero sinceras, portadoras de futuro. Respuestas libres, y por tanto inesperadas.
El sujeto hablante enunciará la idea y será su voz esencial, el eco de su voz, lo que resonará en el interior de todos aquellos que también quieran hablar, que no serán demasiados, inmersos como estamos en el silencio impositivo de las imágenes. El susurro, el murmullo, como nuevo principio, el “suave ruido de aquello que funciona”, que decía Barthes. Susurrar para lanzar al exterior pequeños fragmentos de orden, trozos de lenguaje, que aludan, que resuenen, y que se refieran al principio, a lo que no se pudo ser, pero se deseó ser. Fragmentos que sinteticen una llamada de la vida al conocimiento que se sabe imposible, pero que nos recuerden la belleza de lo que puede callar, terminar, incluso morir. Su única intención será mostrarse, vivir un instante, aún a sabiendas del peligro a ser reconocido, copiado, sistematizado, homologado, codificado. Es más, a sabiendas de que el siguiente susurro deberá ser diferente, pues el primero ya habrá sufrido todo eso.
Distinguir al que habla, ése es el reto. El candor del habla original, la melodía de la caja de música, los ecos de la historia. Ser capaz de ensimismarse, de perderse por un gesto, un ademán, reconocerse en el peldaño de esta escalera existencial donde podemos hablar y ser hablados. Susurrar para descansar, para liberarse. Hablar sin buscar sentido, sintiendo el habla, notar su impacto. Hablar para trascender la reverberación cero del mercado, de la ciencia oficial, de la información.
Así, producir respuestas con el habla implicará un magisterio, el haber infundido vida donde anidaba el silencio mortal de lo razonable, de lo sostenible, el rostro cadavérico del éxito, la siniestra condición de lo triunfante.
El que hable, enuncie o susurre, podrá decir que permanece vivo, podrá denominarse a sí mismo “creador”.

miércoles, junio 02, 2010

LA “ARQUITECTURA – MAYORDOMO”


"Autor: Javier Boned; publicado en soitu.es en mayo de 2009"

En las páginas de “Tribuna” de un diario nacional, y bajo el título “La arquitectura como espectáculo”, el insigne literato D. Mario Vargas Llosa se permite unos comentarios sobre la arquitectura que merece la pena reseñar, o que al menos incitan a una pequeña reflexión.
Tras una serie de visitas a museos de toda índole y condición, y sobre todo tras su última experiencia en el museo de las artes de África, Asia, América y Oceanía, situado en el Quai Branly de París y obra del famoso arquitecto Jean Nouvel, el escritor peruano esgrime la siguiente conclusión: “…Los buenos museos deberían ser como los buenos mayordomos, invisibles. Deberían existir tan sólo para dar relieve, presencia y atractivo a lo que exhiben, y no para exhibirse a sí mismos y apabullar con su histrionismo a los cuadros, esculturas, instalaciones u objetos que albergan”.
Viniendo de un hombre culto como Vargas Llosa, no deja de ser inquietante que se demande de la arquitectura no ya una utilidad, sino un servilismo, basando esta demanda en lo que el escritor considera una intromisión de lo arquitectónico en la percepción y comprensión del resto de las artes. De nuevo la hostilidad hacia la arquitectura de autor hace su aparición, esta vez basada en un argumento de tintes aristocráticos.
Pero es que además del servilismo y del “estar para todo en todo momento” que significa la presencia de un mayordomo, se le pide que sea invisible, es decir, un servilismo que no se note. Esto sí que es magia, señor Vargas Llosa, y no la “sistemática sustitución del fondo por la forma” a la que usted alude y tanto le molesta.
Es decir, que usted está demandando de la arquitectura de los museos (y me temo que por extensión de la arquitectura en general) un servilismo elitista y discreto de carácter individual y personalizado (lo que es un mayordomo) para los que se supone son capaces de disfrutar de la alta cultura de los contenidos que el edificio alberga, y a los que molesta profundamente, debido a su aristocrática existencia, que cualquier intromisión de tipo arquitectónico (no definida por usted, por cierto) empañe o distorsione su espiritual experiencia.
Pues mire usted, señor Vargas Llosa, resulta que el espacio arquitectónico no puede desaparecer de repente, y que a lo largo de la Historia siempre ha existido y existirá un inevitable diálogo entre continente y contenido en los edificios destinados a museos, y que se ha ido resolviendo de múltiples maneras. No creo que el Museo del Prado, con su maravillosa rotonda de entrada, su espacio longitudinal abovedado y su galería de cristal de dudosa utilidad sea un mal museo de arte, la verdad (y eso que en un principio era Museo de Ciencias), ni el Louvre, ni el Metropolitan de Nueva York, ni el museo Británico, ni el Altes de Berlín, con sus respectivos lenguajes en cada momento, ni que sus arquitectos hayan servido a alguien. Y exactamente lo mismo podría decir de los museos modernos, Guggenheim incluido.
Tan sólo en un momento dado el señor Vargas Llosa se permite un halago hacia dos museos del arquitecto Renzo Piano, el Museo de Houston y la Fundación Bayeler, a los que se refiere como “… limpios espacios, de atmósfera serena y sigilosa, ejemplo de sencillez y discreción…” El servilismo del mayordomo en clave de asepsia espacial, diría yo, valorando siempre como buena arquitectura esos espacios blancos neutros en condiciones precisas de presión y temperatura, que sirven para exponer cualquier cosa. Esto es lo único que se está dispuesto a entender.
Y es que en mi opinión el problema estriba en intentar disociar la experiencia espacial de cualquier otra experiencia, salvo que entendamos que para comprender el arte africano la única posibilidad es meterse en una cámara oscura donde las fantásticas estatuillas del Congo belga se mantengan en flotación, iluminadas por un haz de luz de luminaria invisible, ambiente que nos transportará místicamente a un etnográfico viaje interior.
Pero usted, señor Vargas Llosa, no se refiere a este mundo virtual, que desde luego también podría ser interesante. Usted lo que quiere es que la arquitectura no le moleste, porque la arquitectura no es cuestión suya. Viniendo, como digo, de alguien tan intelectual como usted y al que tanto admiro como escritor, el asunto no deja de ser inquietante. ¿Qué extraña obsesión alimenta estas fobias hacia el arquitecto – autor? ¿Por qué no se termina de admitir que un edificio pueda mostrar un lenguaje y unas intenciones determinadas, una forma personal de entender el mundo? ¿Por qué el espacio en un museo no puede ser tan “espectacular” como las piezas de porcelana china que albergan sus vitrinas?
El problema es el desconocimiento que se tiene de la arquitectura, en concreto de la arquitectura moderna, y que se torna en hostilidad hacia todo lo que huela a autoría o exceso de protagonismo por parte del arquitecto. Los que entienden la arquitectura y la disfrutan en todas sus manifestaciones, incluso en las más radicales, no necesitan mayordomos.
Además, es bien sabido que mayordomos invisibles, lo que se dice invisibles, ya no quedan.

lunes, mayo 31, 2010

¿Porqué caja y porqué mágica?

"Autor: Diego Fullaondo; punblicado en soitu.es en mayo de 2009"

La Caja Mágica de Perrault, se inaugura de forma efectiva, este fin de semana con el concierto de Lenny Kravitz y el Master de Tenis de Madrid. Podría esperar hasta después de ambos acontecimientos mi visita para escribir sobre este importante y nuevo equipamiento deportivo. Pero, a pesar de que muchos afirman que es imprescindible la experiencia directa para acometer una crítica, creo que tienen solo parte de razón. Sin duda la percepción física de una realidad aporta algunos datos difícilmente transmisibles por otros mecanismos más fríos y distantes. Pero, por otra parte, es justo a los profesionales de la cosa, a los que se nos supone un grado de formación suficiente, que debe permitirnos emitir un juicio fundamentado sin necesidad de recurrir a la obvia percepción directa (como al músico le basta con la partitura o al cazador con la huella). Además, ¡que coño!, así es más divertido y más arriesgado.
La llaman caja y la llaman mágica. Vayamos por partes. Caja, desde luego lo es. Un paralelepípedo perfecto. Dominique Perrault adora los volúmenes geométricos elementales, rotundos y claros. Entiende la arquitectura como el difícil ejercicio casi matemático de encajar el complejo programa que se le plantee en una envolvente platónica extremadamente simple. Esta elemental operación, en manos de un virtuoso como Perrault consigue en muchos casos resultados muy notables. Para ello, deben concurrir varias situaciones:
- Debe ser un proyecto de gran escala. Al separarnos brutalmente de la escala humana, se obtiene un doble resultado inmediato: Un chalecito cúbico de 10 metros de arista no impresiona ya a nadie; sin embargo una caja de ciento cincuenta metros de lado y treinta metros de altura, por si sola, nos deja con la boca abierta como lo haría una gigantesca nave espacial posada en la tierra. Y por otra parte, esa misma escala, permite que en su interior ocurran muchas cosas; la sucesión de espacios que realizan la transición desde la enormidad de la escala urbana hasta la modestia de una sala de trabajo o un cuarto de baño, Perrault la realiza con una variabilidad y riqueza sorprendente. Eso sí: sin salirse nunca de la rígida geometría reguladora. Su extremada simplicidad en planta se desmelena en la sección interna, alcanzando sin duda la máxima expresividad posible dentro del estrecho margen que se autoimpone. Este es el motivo por el que los proyectos del francés, siempre resultan mucho más atractivos en la realidad que en maqueta, tal y como podemos comprobar en la magnífica exposición del ICO (que por cierto, tengo entendido que ha sido prorrogada hasta el día 15 de mayo). Al contrario de lo que ocurre con otros muchos arquitectos, sus proyectos necesitan del tamaño absoluto para mostrar todos sus atractivos. En pequeño, por muy bien ejecutada que estén las maquetas, parecen casi tontorrones.
- Estos volúmenes geométricos elementales, adquieren todo su potencial en entornos urbanos construidos desde parámetros radicalmente opuestos. Funcionan excepcionalmente bien por contraste, como elemento de limpieza, claridad y centralidad que da sentido a un cierto caos circundante, amenazador y desordenado (eso al menos, es lo que debe pensar Perrault). Esta es la razón por la que sus propuestas más atractivas siempre se encuentran en áreas donde el fragmento era protagonista, o en parques y zonas verdes muy amplias, o en las porciones de ciudad más desestructuradas.
- Y finalmente: deben estar construidos con una precisión milimétrica. Una calidad material y de ejecución que esté a la altura del sólido ideal al que pretenden emular. En sus proyectos no hay lugar para la chapuza, el remate o la improvisación. Cualquier elemento constructivo, por pequeño que sea, que amenace con una disposición inadecuada la geometría ideal del edificio, puede hacer desmoronarse la frágil ilusión del orden eterno.
Por fortuna, en nuestra tenística caja, se han reunido estos tres condicionantes y podremos disfrutar de un ejemplo magnífico de la mejor arquitectura de Perrault. Como en la Biblioteca de Francia o en el Velódromo de Berlín, Perrault ha tenido la escala, el contexto y el presupuesto para desarrollar su particular forma de hacer. No ha tenido que recurrir a geometrías más complejas donde se muestra más torpe, como en la Opera de San Petersburgo. Ni hace patentes las limitaciones de un abanico geométrico tan escueto cuando la escala se reduce drásticamente, como en sus supermercados, pabellones o pasarelas. Ni queda diluido en el magma urbano cuando el entorno no le proporciona el contrapunto necesario, como su hotel en Barcelona. Eso sí, construir bien, la verdad es que lo hace siempre. Tanto que, a veces hasta me pone nervioso de lo exacto y frío que es. Pero eso es solo culpa mía. Me incomoda lo perfecto y acabado. Me parece que hay una trampa y me molesta no encontrarla.
Y vayamos con lo de mágica. Entiendo que la llaman mágica, por multifuncional; porque pueden ocurrir infinidad de cosas en su interior; porque es capaz de alojar todo tipo de eventos. Para obtener este efecto mágico, Perrault utiliza básicamente dos estrategias: la colocación de las tres cubiertas móviles de los tres recintos interiores principales; y la utilización generalizada de un cerramiento de malla metálica tensada que a la vez que delimita y protege con claridad el volumen edificado, produce una variación importante de su percepción exterior e interior en función de la luz dominante. Durante el día el paralelepípedo se dibuja con precisión relojera, mientras que por la noche, la iluminación interior genera un juego de transparencias y veladuras fantasmagóricas.
Una magia ligeramente aparatosa; una magia distante, para ser televisada y donde siempre nos queda la duda del truco de cámara. Digamos que una magia a lo David Copperfield haciendo desaparecer la Estatua de la Libertad. Yo, personalmente, siempre es sido más de Juan Tamarit, de la magia más cercana, de la habilidad, la velocidad y el despiste.
Hay, por último, algo mágico que sí espero con curiosidad comprobar en la caja. Son los espacios intersticiales entre los tres recintos principales. Espacios interiores al edificio porque estaremos dentro de la caja y habremos atravesado ya su malla metálica envolvente. Pero al mismo tiempo espacios exteriores, por su escala y porque no creo que puedan estar acondicionados térmicamente (las mallas son completamente permeables). Espacios híbridos, transitivos, público-privados, que estoy convencido serán los más interesantes de toda la caja. Unas calles, dentro de un edificio, dentro de un parque. Habrá que comprobarlo pero tiene muy buena pinta.