viernes, agosto 27, 2010

“El Mapa de los sonidos de Tokio”: una oportunidad perdida.


"Autor: Javier Boned; publicado en soitu.es en septiembre de 2009"

“El mapa de los sonidos de Tokio” podría haber sido una gran película. Más aún, podría haber sido la mejor visión que un cineasta europeo hubiera dado nunca de la exótica y compleja metrópolis japonesa, y sin embargo se queda, mucho me temo, en un drama pasional rebuscado y sin el menor interés. Así lo he sentido al ver esta película de la directora Isabel Coixet, con una primera parte absolutamente fascinante, donde la reflexión sobre los sonidos de la ciudad y sus habitantes, en el caso de Tokio, prometía una visión de su fenómeno urbano totalmente nuevo y original. Porque la película comienza prometiendo una reflexión sobre el silencio, el silencio como el leve ruido de lo cotidiano, de lo rutinario, de lo que no puede sorprendernos por la falta de sensibilidad que nuestra percepción, la del occidental, suele demostrar. Un inicio lleno de matices visuales nuevos, donde la fascinación por la ciudad, la curiosidad visual y auditiva por lo que en ella se muestra, presagia un nivel de interpretación sobre el fenómeno de esta metrópolis contemporánea de altísimo nivel.
Una estructura de cine negro, a lo “Blade Runner”, hubiera bastado para seguir contando Tokio, como parecían presagiar esas largas escenas de lluvia oscura y de comida en la calle, como el mismo Ridley Scott nos vuelve a mostrar en “Black Rain”. La estructura policiaca es una de las mejores para narrar los fenómenos urbanos, y la complejidad interior del personaje femenino encarnado fantásticamente por Rinko Kikuchi hubiera puesto la guinda a este planteamiento, si de verdad hubiera consumado satisfactoriamente su rol de asesino profesional. Todo está basado en la fascinación por el silencio de este personaje, el silencio del cementerio tradicional, la necesidad de la ciudad-cementerio, existencial y profunda, que convive forzadamente con lo robótico, el capitalismo despiadado, el frívolo y virtual karaoke y todas las facetas de la despersonalización. Las escenas de la ciudad a vuelo de pájaro y la banda sonora suponen toda una reflexión magistral sobre ello.
Pero he aquí que en vez de desarrollar esta estructura, la directora nos presenta de repente a una japonesita sentimental enamorada de un macho ibérico (Sergi López) experto en vinos y en sexo sofisticado, y a partir de ese momento todo se convierte, sin poder evitarlo, en una especie de festival pseudo- masoquista, donde la sordidez de una relación amorosa sin salida tiende a confirmar, una vez más, que el varón es tonto, insensible y cutre, y no entiende nada de lo que pasa a su alrededor, incluido lo femenino, claro está. Ni siquiera la aventura deja la huella profunda que debiera, puesto que el ínclito personaje masculino termina casado tradicionalmente y residiendo en un piso convencional del ensanche de Barcelona. Vulgar desenlace que vuelve a encumbrar indirectamente otro film, curiosamente también de director femenino (Sofia Coppola), donde la fascinación por el silencio de Tokio resulta una obra poética de principio a fin: me refiero, como no, a “Lost in Translation”.
En resumen, en mi modesta opinión, una gran oportunidad perdida, a pesar de unos treinta minutos iniciales magistrales, de profundizar cinematográficamente en el complejo universo de la metrópolis post-moderna y sofisticada. Esto quizás sea debido - ¿por qué no? - a esa imperiosa necesidad mediática y políticamente correcta, que se sigue imponiendo ideológicamente sobre otros aspectos intelectuales, de seguir ahondando en el comportamiento afectivo, sexualmente trasnochado e insensible, del macho ibérico, en este caso además experto en vino tinto. Un auténtica pena.

jueves, agosto 26, 2010

¿clientes o pacientes?


"Autor: Diego Fullaondo; publicado en soitu.es en septiembre de 2009"

Hace algunos meses escuché a Carlos Ferrater realizar una afirmación que por algún motivo se ha enganchado con fuerza a mi memoria. Para encontrar una postura éticamente irreprochable en la cuestionada labor del arquitecto, decía algo así como que “no tenemos derecho a exigir que nuestros clientes corran más riesgos de los que ellos mismos están dispuestos a asumir”. Intentaba de esta forma localizar el escurridizo lugar de consenso entre el deber y el compromiso de un autor con la sociedad y su propio impulso innovador de naturaleza mucho más íntima.
He citado en alguna otra ocasión la célebre frase de Alejandro de la Sota que aludía a la obligación del arquitecto de dar “liebre por gato”. Es decir que, como somos los más listos, a pesar de que un cliente, por la razón que sea, nos pida una porquería (gato), debemos ingeniárnoslas para colocarle un producto de auténtica calidad (liebre). A ser posible, sin que se dé cuenta.
Me sigue costando tragar con este papel de engañador o trilero profesional que hemos asumido con sorprendente naturalidad. Aunque sea en un timo, como afirma de la Sota, en el que el timado va a salir con un enorme beneficio. De la misma forma, me cuesta verme a mi mismo valorando las debilidades de una víctima/cliente para cuantificar hasta qué punto puedo exprimirla con mi proyecto. Por su propio bien, faltaría más.
Dejemos para otro día ese “riesgo” del que hablaba Ferrater y centrémonos en el llamado habitualmente, cliente del arquitecto. No es “cliente” una palabra con la que me sienta muy cómodo. Probablemente por su fuerte y restrictiva asociación con el universo de lo económico. Lejos de ser inocua, esta asunción de la terminología mercantil que invade casi cualquier ámbito de la actividad humana, desborda con demasiada frecuencia el campo de lo meramente semántico, para afectar profundamente a los contenidos y características intrínsecos de cada disciplina.
De tal manera que no debería sorprendernos que el cliente del arquitecto, pueda considerarse a si mismo un comprador que entra en una tienda a comprar lo que le gusta. Es más, es comprensible que muchos arquitectos contemplen a sus clientes de esta misma forma. Desde una óptica mercantil pura, entendemos con facilidad las actitudes de muchos profesionales: Desde aquellos, para los que el cliente “siempre tiene razón (porque es el que paga)” y yo estoy aquí para darle lo que me pida, ya sea éste un particular, un promotor o un ayuntamiento; hasta aquellos que intentan construir su propia marca reconocible, su propio estilo, para que de esa forma el cliente que entre en la tienda, ya sepa a lo que viene.
Tampoco es intercambiable la figura del cliente del arquitecto con la del que reclama los servicios de profesionales de otras ramas del conocimiento. Siempre me ha llamado mucho la atención la actitud de los abogados (pido disculpas si cometo algún error grave; mis escasos conocimientos derivan exclusivamente de alguna triste experiencia personal y de las películas americanas). Para los abogados defensores es necesaria una asunción total y completa de la posición de su “cliente”. Su trabajo consiste en traducir esa postura invariable, al lenguaje jurídico, tremendamente especializado, de manera que su lectura en esos nuevos términos, resulte lo más beneficiosa para los intereses de su cliente. Algo parecido podría decirse del mundo de la publicidad: su trabajo no afecta a la cosa sino a la presentación de la cosa.
Los únicos que han escapado a esta nociva invasión de la terminología económica, son los médicos. Cuando vamos al médico no somos clientes (a pesar de que sin duda pagamos religiosamente sus atenciones) sino que somos pacientes. Paradójicamente, pensarán algunos, esta excepcional y desquilibrada situación que el intercambio de dinero ni siquiera pretende nivelar, no hace sentirse incómodo a nadie. Es más, desde mi punto de vista, la confianza del paciente, y la responsabilidad y la íntima satisfacción personal del médico, se manifiestan como valores muchos más sólidos para la efectividad de la disciplina que el artificioso cumplimiento de un cumplimiento de un acuerdo económico.
No creo que el “clientelismo” haya tenido ningún efecto positivo en la calidad de la arquitectura. Nos ha obligado a construir elaborados razonamientos como los que citaba al principio de Ferrater o de la Sota que, de alguna manera, nos expliquen y acoten las características de nuestro trabajo. Y es posible que la respuesta sea mucho más sencilla.
La realidad es tozuda. La relación “arquitecto-cliente” de hecho se asemeja mucho a la médico-paciente. Creo que entender en profundidad esta natural asimetría por parte de ambas partes, mejoraría sensiblemente el resultado final. Pero para ello, el cliente debe asumir que tiene un problema pero no conoce la solución. Y el arquitecto ve aumentada sensiblemente la responsabilidad sobre su trabajo, debido a la confianza que toda la sociedad, y no solo su cliente, ha depositado sobre sus hombros. No basta con ejecutar hipócrita y despreocupadamente lo que el cliente solicita o exige; ni es aceptable presentar un conjunto de propuesta, lo más amplia posible claro, para que sea el propio cliente el que elija y así se quede a gustito; ni resulta tolerable repetir una y otra vez la misma respuesta para problemas diversos, con el falso pretexto de construir una marca reconocible.