martes, julio 31, 2007

Censura


No soy amigo de comentar temas de actualidad ni en este entorno ni en casi ninguno. Me suelo ver empujado a ello por algún camarero, taxista o peluquero charlatán que, como es lógico, tiene la solución definitiva para el planeta. Sin embargo, el grito unánime que ha emitido la prensa por el secuestro de la revista El Jueves merece un comentario. Debe ser porque se han unido en él, dos de mis más confesas aversiones: las unanimidades y los periodistas (salvo honrosas excepciones que no alcanzo a recordar en este momento).

En la archifamosa portada y en la reacción posterior al secuestro de la publicación por parte de toda la camaradería periodística y sus correligionarios, detecto al menos tres aspectos que merece la pena señalar. Aunque sea exclusivamente para evitar el siempre sospechoso sonido monocorde de la masa. Cito en orden inverso a su gravedad, desde mi punto de vista, claro: el ataque expreso a una institución como es la monarquía, que escapa de sus escuetas y democráticas mentes votadoras (con v, claro, que con b al menos tendría gracia); la utilización del parapeto cobarde de un presunto sentido del humor; y la falsa y manida amenaza del enorme peligro que supone cercenar la libertad de expresión.

No pretendo con este escrito hacer campaña a favor de la monarquía. Ni siquiera creo que yo mismo sea monárquico. Ni Juan Carlista, como matizan últimamente los más cursis. Pero sí me inspiran un profundo respeto todas aquellas instituciones, lugares, signos, causas o lo que fuere, cuya representatividad no proviene, exclusivamente al menos, de la patética aritmética del voto, sino del acuerdo tácito, o del silencio administrativo, o de deseo íntimo, o de la convicción personal, o incluso del conocimiento, con perdón. Aquellos elementos que nos unen, que nos representan, en esos mínimos en los que estamos suavemente de acuerdo o en aquellos máximos en los que no pudiendo llegar, hacemos un acto de fe colectivo. Personalmente, para las misiones de mínimos, prefiero una figura simbólica, preparada para ello (me refiero a “preparada para no querer ser más que eso, ni creerse más que eso”), que no un Bush o un Putin salidos de las urnas, que nos pueden avergonzar a cada paso, o, como mínimo hacernos sentir siempre como vencedores o vencidos, en lugar de simplemente representados. De estas instituciones, quedan pocas y son frágiles. Y por supuesto que nos cuestan dinero. Pero entiendo que son una diferencia cualitativa importante frente a otros que, o por su falta de historia y memoria, o por una casi delictiva estrechez de miras, encuentran en el binomio dinero-democracia el paradigma exclusivo y excluyente del ser humano moderno.

La segunda de las cuestiones es la afirmación: “Estamos haciendo humor con el fondo de la cuestión: la oportunista medida de los 2.500 euros por hijo”. Cobarde y falsa. Si ese era el objetivo, ¿por qué no se publica la portada del jueves siguiente, en la que el tema era tratado con mucha más ironía y distancia, componentes básicas del humor entre personas inteligentes? O si realmente ese tipo de ilustraciones tan explícitas le parecen tan graciosas y naturales al humorista gráfico, ¿por qué no saca a su puta madre en la actitud de cuadrúpedo receptivo? En ese caso sí demostraría auténtico sentido del humor.

Y finalmente, el gatito de Shrek. Hemos creado, todos me refiero, la sociedad occidental, un monstruo: la prensa. Una banda de pistoleros fuera de la ley que simplemente pueden hacer y decir lo que les dé la gana, bajo la aparentemente indestructible cobertura de la libertad de expresión. Ante cualquier reproche, o ni siquiera eso, ante el más mínimo cuestionamiento de la oportunidad de sus publicaciones o afirmaciones, abren mucho los ojos, como el gatito de Shrek, ponen la más tierna de las expresiones, y nos lanzan: “¿Sabe lo que está haciendo al cuestionar mi libertad de expresión? Por ahí se empieza y luego…”


Estoy harto de este razonamiento. Libertad de expresión no significa que puedo decir cualquier gilipollez que se me ocurra y que el estado entero me debe defender del bofetón que me merezco. Hay diferencias evidentes entre una conversación en un bar y publicar en un periódico. Se exige un grado de responsabilidad individual y colectiva importante. La llamada “autocensura” exige un talento y una formación de los que, a todas luces, la prensa carece. Es triste constatar que el único momento en el mundo occidental se ha atrevido a, cobardemente, cuestionar la libertad de expresión de su prensa ha sido cuando se vio amenazado físicamente por la bestia integrista musulmana. Aquel si hubiera sido el momento de dar un paso decidido al frente, en defensa de nuestros auténticos valores. Y no estas patochadas de matón de tercera en el patio del colegio abusando del débil o del vulnerable. Un matón además, que al ser siquiera mínimamente reprendido, muta a llorón chivato.

Censura es un término sobre el que se ha ido volcando una carga peyorativa absolutamente excesiva. Discutamos cual es el límite de las cosas en cada momento, pero no cometamos la ingenuidad de creer que no existe. Lo primero puede ser difícil e incluso peligroso, pero lo segundo es definitivamente idiota.