Simulacro
"Autor: Diego Fullaondo; texto escrito como conclusión del Campus de Ultzama de la Fundación Arquitectura y Sociedad, en el año 2009"
Hace unos días vi en YouTube a Iñaki Ábalos a las puertas del Congreso de Valencia, afirmando con un risa nerviosa, “… ¡no sabe nadie qué coño hacer ni decir!…”. Recordé automáticamente la intervención de Patxi Mangado al finalizar las presentaciones individuales de cada uno de los equipos invitados a Ultzama, en la que se preguntaba con cierta vehemencia: “… me parece todo muy bien. Pero entonces, ¿qué hay que hacer?”.
Brusco y dramático interrogante que pocos tienen el coraje y la honestidad de hacerse. Es comprensible. Resulta mucho más fácil construir respuestas precipitadas que asumir el íntimo desconcierto. Respuestas fundamentadas más en la defensa numantina de la propia forma de hacer, que en la auténtica búsqueda de soluciones plausibles. Respuestas que provienen de un pasado ya superado o que pretenden un futuro parcial e insuficiente. Respuestas que buscan culpables y excusas, en lugar de plantear nuevas opciones.
Es difícil. Pero asumiendo que aun no somos capaces de responder con acierto en este panorama en formación, creo que sí es necesario desenmascarar los simulacros: ilusiones más o menos bienintencionadas, más o menos veraces dentro de su más o menos consciente parcialidad, que es necesario ir descartando para evitar equívocos, para no perder el tiempo, para no despistar la búsqueda:
- El simulacro del problema administrativo profesional, que entiende que mediante leyes impuestas devolverá al arquitecto el prestigio y reconocimiento social que, se supone, merece.
- El simulacro de las leyes del mercado que intenta justificar una ineptitud previa, difícilmente asumible.
- El simulacro del debate geográfico que pretende encontrar en centralismos sucesivos, el motivo de la falta de repercusión de las genuinas y poderosas respuestas locales.
- El simulacro de la lucha generacional que, como casi siempre, culpabiliza a los padres de cercenar el desarrollo autónomo y completo de sus hijos.
- El simulacro de la demonización de la arquitectura icónica, malvada madre de la frivolidad, el despilfarro y la inconsistencia de la arquitectura de los últimos años.
- El simulacro de una sociedad ineducada e idiota, incapaz de comprender los enormes beneficios que les regalamos magnánimamente los arquitectos.
- El simulacro de una red plana, plana e isotrópica, que crece confiada en que el simple coro de voces razonablemente inteligibles sustituirá la intensidad y profundidad del discurso de autoridad individual.
- El simulacro de la dictadura del usuario, sobre cuyas espaldas se deposita la responsabilidad de la decisión, escondiendo bajo un velo hipócritamente democrático, la profunda incapacidad e inseguridad del autor.
- El simulacro de la inspiración trasnochada del artista-arquitecto capaz de producir las más intensas emociones del habitante.
- El simulacro de la tecnología, autoproclamada salvadora de la arquitectura, a la que desprecia hasta convertirla en el aséptico soporte de los más sofisticados dispositivos constructivos.
- El simulacro de una arquitectura envuelta en discursos éticos bastante pueriles, cuya manifestación sobre las propuestas concretas es, además de discutible, difícilmente reconocible.
- El simulacro de la fascinación por la agilidad de otras disciplinas, que suplantan con insolencia todos los viejos contenidos disciplinares.
- El simulacro de la exploración de los límites de la arquitectura, cuando la mayor incógnita aun reside en la composición de su núcleo.
- El simulacro de una crisis económica que, aunque importante, no es causa sino síntoma de una problemática mucho más profunda.
- El simulacro de la pobreza, material y de espíritu, a la que nos empujan a causa de no sé qué pecados y para obtener no sé qué beneficios.
- El simulacro del concepto de sostenibilidad, descargado de todo su contenido semántico y sustituido por cuatro ingenios tecnológicos y cinco exabruptos demagógicos cuyo corolario lógico evidente, es la desaparición total de la arquitectura.
- El simulacro de una ciudad que se odia a si misma y se disfraza para ocultar su auténtica naturaleza.
- El simulacro de lo colectivo que aplasta la complejidad del individuo.
- El simulacro del consenso como única vía para homologar y validar un proceso.
- El simulacro en que se convierte la vida cuando su único fin es precisamente sobrevivir.
“… ¿qué hay que hacer?” nos preguntaba el anfitrión antes de lanzar su voluntarioso y desigual decálogo. No lo sé. Hay que aprender a avanzar con esta respuesta provisional e insatisfactoria; evitando a un tiempo el materialismo cientista a todas luces miope, y el relativismo absoluto que nos deja flotando eternamente en una vaporosa nube de autocomplacencia, igual de agradable que de inútil.
Solo encuentro dos aspectos dentro de estos simulacros que se vislumbran como relevantes para el futuro de la arquitectura: lo sostenible y lo digital. Pero ambos conceptos deberán liberarse y madurar el tratamiento simplón y demagógico que se les da con demasiada frecuencia. La sostenibilidad se traducirá en la máxima exigencia de eficacia y rentabilidad de los enormes esfuerzos de todo tipo que son necesarios para producir la arquitectura. Y, sobretodo, el poderoso mundo digital en formación, deberá estratificarse, ganar complejidad real e introducir sin complejos criterios de relevancia y calidad que, contra lo que se predica habitualmente, harán ese nuevo entorno virtual más democrático, accesible y útil para el conocimiento.
La arquitectura se debe contraer. En lugar de la expansión enloquecida a la que parecemos lanzados, urge la contracción para localizar con precisión lo específicamente arquitectónico. Para hacernos de nuevo imprescindibles para la sociedad. Para volver después a expandir la disciplina seguramente a territorios muy diferentes de aquellos por los que ahora peleamos infructuosamente.
Solo encuentro una palabra para acercarnos a la composición del núcleo disciplinar: la invención. Los arquitectos hacemos muchas cosas diferentes. Cada vez más y cada vez peor. Pero lo único que hacemos solo nosotros, es inventar. Inventar estructuras que albergan la actividad del ser humano. La invención, la abducción o la innovación no son por lo tanto una parte rarita y experimental de la disciplina, destinada a unos pocos investigadores más o menos trastornados. Este complejo proceso constituye la especificidad del arquitecto. Especificidad para la que, paradójicamente, es imprescindible una formación y una acción generalista. Aquí reside el gran drama: muchos de estos contextos necesarios para la invención, han pretendido y siguen pretendiendo, suplantar completamente a aquello para lo que fueron llamados. Han pretendido negar la necesidad de ese salto al vacío, de ese riesgo que siempre acompaña el acto creativo. Y eso, simplemente, es imposible.
Brusco y dramático interrogante que pocos tienen el coraje y la honestidad de hacerse. Es comprensible. Resulta mucho más fácil construir respuestas precipitadas que asumir el íntimo desconcierto. Respuestas fundamentadas más en la defensa numantina de la propia forma de hacer, que en la auténtica búsqueda de soluciones plausibles. Respuestas que provienen de un pasado ya superado o que pretenden un futuro parcial e insuficiente. Respuestas que buscan culpables y excusas, en lugar de plantear nuevas opciones.
Es difícil. Pero asumiendo que aun no somos capaces de responder con acierto en este panorama en formación, creo que sí es necesario desenmascarar los simulacros: ilusiones más o menos bienintencionadas, más o menos veraces dentro de su más o menos consciente parcialidad, que es necesario ir descartando para evitar equívocos, para no perder el tiempo, para no despistar la búsqueda:
- El simulacro del problema administrativo profesional, que entiende que mediante leyes impuestas devolverá al arquitecto el prestigio y reconocimiento social que, se supone, merece.
- El simulacro de las leyes del mercado que intenta justificar una ineptitud previa, difícilmente asumible.
- El simulacro del debate geográfico que pretende encontrar en centralismos sucesivos, el motivo de la falta de repercusión de las genuinas y poderosas respuestas locales.
- El simulacro de la lucha generacional que, como casi siempre, culpabiliza a los padres de cercenar el desarrollo autónomo y completo de sus hijos.
- El simulacro de la demonización de la arquitectura icónica, malvada madre de la frivolidad, el despilfarro y la inconsistencia de la arquitectura de los últimos años.
- El simulacro de una sociedad ineducada e idiota, incapaz de comprender los enormes beneficios que les regalamos magnánimamente los arquitectos.
- El simulacro de una red plana, plana e isotrópica, que crece confiada en que el simple coro de voces razonablemente inteligibles sustituirá la intensidad y profundidad del discurso de autoridad individual.
- El simulacro de la dictadura del usuario, sobre cuyas espaldas se deposita la responsabilidad de la decisión, escondiendo bajo un velo hipócritamente democrático, la profunda incapacidad e inseguridad del autor.
- El simulacro de la inspiración trasnochada del artista-arquitecto capaz de producir las más intensas emociones del habitante.
- El simulacro de la tecnología, autoproclamada salvadora de la arquitectura, a la que desprecia hasta convertirla en el aséptico soporte de los más sofisticados dispositivos constructivos.
- El simulacro de una arquitectura envuelta en discursos éticos bastante pueriles, cuya manifestación sobre las propuestas concretas es, además de discutible, difícilmente reconocible.
- El simulacro de la fascinación por la agilidad de otras disciplinas, que suplantan con insolencia todos los viejos contenidos disciplinares.
- El simulacro de la exploración de los límites de la arquitectura, cuando la mayor incógnita aun reside en la composición de su núcleo.
- El simulacro de una crisis económica que, aunque importante, no es causa sino síntoma de una problemática mucho más profunda.
- El simulacro de la pobreza, material y de espíritu, a la que nos empujan a causa de no sé qué pecados y para obtener no sé qué beneficios.
- El simulacro del concepto de sostenibilidad, descargado de todo su contenido semántico y sustituido por cuatro ingenios tecnológicos y cinco exabruptos demagógicos cuyo corolario lógico evidente, es la desaparición total de la arquitectura.
- El simulacro de una ciudad que se odia a si misma y se disfraza para ocultar su auténtica naturaleza.
- El simulacro de lo colectivo que aplasta la complejidad del individuo.
- El simulacro del consenso como única vía para homologar y validar un proceso.
- El simulacro en que se convierte la vida cuando su único fin es precisamente sobrevivir.
“… ¿qué hay que hacer?” nos preguntaba el anfitrión antes de lanzar su voluntarioso y desigual decálogo. No lo sé. Hay que aprender a avanzar con esta respuesta provisional e insatisfactoria; evitando a un tiempo el materialismo cientista a todas luces miope, y el relativismo absoluto que nos deja flotando eternamente en una vaporosa nube de autocomplacencia, igual de agradable que de inútil.
Solo encuentro dos aspectos dentro de estos simulacros que se vislumbran como relevantes para el futuro de la arquitectura: lo sostenible y lo digital. Pero ambos conceptos deberán liberarse y madurar el tratamiento simplón y demagógico que se les da con demasiada frecuencia. La sostenibilidad se traducirá en la máxima exigencia de eficacia y rentabilidad de los enormes esfuerzos de todo tipo que son necesarios para producir la arquitectura. Y, sobretodo, el poderoso mundo digital en formación, deberá estratificarse, ganar complejidad real e introducir sin complejos criterios de relevancia y calidad que, contra lo que se predica habitualmente, harán ese nuevo entorno virtual más democrático, accesible y útil para el conocimiento.
La arquitectura se debe contraer. En lugar de la expansión enloquecida a la que parecemos lanzados, urge la contracción para localizar con precisión lo específicamente arquitectónico. Para hacernos de nuevo imprescindibles para la sociedad. Para volver después a expandir la disciplina seguramente a territorios muy diferentes de aquellos por los que ahora peleamos infructuosamente.
Solo encuentro una palabra para acercarnos a la composición del núcleo disciplinar: la invención. Los arquitectos hacemos muchas cosas diferentes. Cada vez más y cada vez peor. Pero lo único que hacemos solo nosotros, es inventar. Inventar estructuras que albergan la actividad del ser humano. La invención, la abducción o la innovación no son por lo tanto una parte rarita y experimental de la disciplina, destinada a unos pocos investigadores más o menos trastornados. Este complejo proceso constituye la especificidad del arquitecto. Especificidad para la que, paradójicamente, es imprescindible una formación y una acción generalista. Aquí reside el gran drama: muchos de estos contextos necesarios para la invención, han pretendido y siguen pretendiendo, suplantar completamente a aquello para lo que fueron llamados. Han pretendido negar la necesidad de ese salto al vacío, de ese riesgo que siempre acompaña el acto creativo. Y eso, simplemente, es imposible.
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