Estadios
"Autor: Diego Fullaondo; publicado en soitu.es en agosto de 2008"
Supongo que no soy el único que se ha quedado con la boca abierta durante este verano contemplando, día tras día, las imágenes del Estadio Olímpico de Beijing. Quizás por deformación profesional, compiten en mi memoria con las barbaridades del jamaicano Usain Bolton y desbordan ampliamente la hazaña de Phelps, que, no sé bien porqué, tuvo un extraño sabor rutinario. Lo cierto es que, Herzog y de Meuron han proporcionado al imperio del mañana una imagen ante el mundo entero, de una espectacularidad, modernidad y eficacia que creo que ni el más optimista de los responsables orientales pudo prever.
No han sido los estadios un territorio excesivamente cómodo para los arquitectos. La obligada preconfiguración del espacio deportivo propiamente dicho, así como las estrictas condiciones de accesibilidad y evacuación de las áreas de público, reducen sensiblemente el margen de maniobra del arquitecto en este tipo de instalaciones.
Hasta hace muy pocos años, cuando la dimensión representativa y de imagen de las instituciones deportivas sufrió la hipertrofia en la que ahora estamos implantados, el problema de construcción de estadios se reducía fundamentalmente un problema estructural. Sujetar un graderío para un montón de personas y la marquesina que les protegiera razonablemente de las inclemencias meteorológicas. Este escueto planteamiento, más adecuado para el calculista que para el arquitecto, ha producido sin embargo algunos resultados notables de la misma forma que el simple problema de salvar una gran luz en las estaciones ferroviarias de finales del siglo XIX, produjo avances significativos en las estructuras de hierro. Pienso, cómo no, en el Estadio Olímpico de Munich de Frei Otto y Gunter Behnisch y su cubierta casi textil tensada, completamente alejada de cualquier planteamiento de esa escala realizado hasta ese momento.
Estas macro-construcciones presentan una serie de características muy particulares, derivadas de lo específico de su uso prioritario o exclusivo en algunos casos. Comenzando por su propia ubicación en el tejido urbano. Las dificultades de tráfico y las aglomeraciones puntuales que producen los eventos celebrados en estos edificios, llevaron en muchos casos a considerar que la mejor solución era sacarlos a la periferia de las ciudades. Es el caso de Amsterdam Arena o del Estadio de la Peineta en Madrid. Esta decisión supuso la aparición de enormes masas edificatorias, aisladas y solitarias en medio de las llanuras suburbanas. Gigantescos fósiles abandonados nada más nacer, que difícilmente, podrán jamás podrán incorporarse realmente a la ciudad.
Personalmente prefiero con mucho, el estadio claramente insertado en el tejido urbano. A pesar de las molestias periódicas que puedan ocasionar a algunos vecinos siempre insatisfechos, el beneficio económico, vital y representativo que suponen para el conjunto de la ciudad es mucho más importante. La riqueza y lo característico de la vida urbana es su diversidad, su actividad, su mutabilidad y su adaptabilidad. Incluso su carácter ligeramente caótico por momentos.
¿Sería la misma la Castellana sin el Bernabeu? ¿Pondríamos en su lugar un enésimo bloque de viviendas? ¿O un parquecito simpático? Porque, puestos a apartar usos molestos, habría que sacar también de la ciudad el Congreso de los Diputados; y las facultades universitarias; y los centros financieros; y los hospitales; y los museos; y los bares … Y todo aquello en definitiva, que altere la rural monotonía del pseudo-ciudadano que lo en realidad anhela es irse a vivir a su pueblito natal. Cosa que por cierto me parece muy loable. Pero, ¡coño¡, otro tema es que nos quiera llevar a todos con él.
La infantil e ingenua solución del urbanista de separar usos en la búsqueda del supuesto óptimo funcionamiento de cada una las partes, lo único que consigue, es matar el todo (con las partes incluidas, por supuesto). La vida, la intensidad, está en juntar, cuantas más cosas mejor, asumiendo las dificultades, peligros y contradicciones que esta compleja operación supone.
Sin llegar al extremo urbanita del Bernabeu o el Madison Square Garden, la solución de compromiso más generalizada a la que parecen haberse agarrado ahora los planificadores de la ciudad, es la colocación de estas grandes estructuras dentro de parques o amplias zonas libres situadas en el interior de las ciudades. El éxito o fracaso de estas implantaciones depende en gran medida del atractivo que la actividad generada alrededor de la instalación tenga para un amplio grupo de ciudadanos.
Supongo que es falso, pero me gusta pensar y, sobretodo, argumentar que fue Jesús Gil el primero de la escena nacional, en darse cuenta del enorme potencial que se escondía en las coqueras del hormigón de los estadios. Con su instinto casi delictivo (o sin el casi si se prefiere) de promotor inmobiliario, cuando se hace con la presidencia del Atlético de Madrid, contempla el Vicente Calderón. Donde los demás vemos una generosa estructura que sustenta unos graderíos inclinados diseñados para ver adecuadamente el partido en el interior, él ve miles metros cuadrados de forjados perfectamente iluminados y ventilados al exterior, preparaditos para instalar sobre ellos todo tipo de usos lucrativos. Restaurantes, bingos, oficinas, museos, centros comerciales, hoteles, etc. han ido apareciendo colmantando los instersticios de la mayoría de los estadios españoles desde aquel día en que Jesús Gil cerró la fachada exterior del campo del Manzanares.
Bromas aparte, es evidente que el descomunal consumo de recursos que supone la construcción de un gran estadio deportivo, tiene difícil justificación en estos tiempos tan sostenibles, si exclusivamente se contempla su utilización en domingos alternos, o en un gran evento como las Olimpiadas. Es más que razonable, diría incluso éticamente exigible (si me oyera Jesús Gil se partiría de risa supongo), que en el diseño de estadios contemple la convivencia temporal y espacial del uso principal deportivo con otros de las más diversas índoles. De esta forma se obtiene un doble objetivo: rentabilizar la inversión realizada, no solo la económica que también, sino la espacial y energética, que me parecen mucho más importantes; y ampliar el espectro de población para la cual esta construcción puede resultar atractiva.
Pero volviendo a Herzog y de Meuron. Como decía, ahora el marketing y la imagen corporativa o institucional han pasado a un primer plano, y han relegado casi cualquier otro aspecto del problema arquitectónico de los estadios a un papel secundario. La estructura que antaño se mostraba orgullosa como valor diferencial, ahora se asume con naturalidad como una necesidad funcional más, de la misma forma que las rígidas áreas deportivas, los graderíos y las demás instalaciones. Solamente le resta al arquitecto como espacio de actuación significativa, la piel, la delgada membrana que separa el interior del exterior del edificio. Que ahora además, debe asumir la totalidad de la responsabilidad de conformar de una imagen singular y representativa de la institución.
En este territorio epidérmico y plástico puro, la intuición y la destreza constructiva de los arquitectos suizos es enorme. En primer lugar para situar el problema exactamente en ese punto y no despistar el proyecto con otro tipo de ambición tristemente abocada al fracaso. En segundo lugar para generar una imagen unitaria, rotunda y reconocible de una escala muy importante e incómoda a un tiempo. Y finalmente, para introducir soluciones constructivas y tecnológicas nuevas que efectivamente sean capaces de materializar son precisión de relojero, la imagen intuida.
Desde el balbuceante Estadio del Basilea en su ciudad natal llegaron al Allianz Arena de Munich donde con el cambio de color de la totalidad de la fachada solucionan el tonto pero hasta ese momento irresoluble problema de hacer que dos aficiones futboleras violentamente enfrentadas sientan un mismo recinto como propio. Y de ahí hasta el Nido de las Olimpiadas de Beijing, donde han conseguido reunir en único gesto poderoso los dos principales aspectos con los que ha tratado la construcción de estadios deportivos, la estructura y la imagen reconocible.
Babeo aun ante la espectacularidad de las imágenes televisivas y reconozco y admiro la enorme dificultad que supone lo que estos dos monstruos suizos han hecho en China. Sin embargo, no puedo negarlo, personalmente me siento más cerca de otros enfoques menos escenográficos y ligeramente autistas del problema de los estadios en las ciudades. Estoy convencido de que el futuro Camp Nou de Foster en Barcelona será magnífico, pero creo que hay más densidad arquitectónica y urbana en proyectos como el frustrado de Peter Eisenmann para Riazor en Coruña. Batalla perdida. De momento.
Supongo que no soy el único que se ha quedado con la boca abierta durante este verano contemplando, día tras día, las imágenes del Estadio Olímpico de Beijing. Quizás por deformación profesional, compiten en mi memoria con las barbaridades del jamaicano Usain Bolton y desbordan ampliamente la hazaña de Phelps, que, no sé bien porqué, tuvo un extraño sabor rutinario. Lo cierto es que, Herzog y de Meuron han proporcionado al imperio del mañana una imagen ante el mundo entero, de una espectacularidad, modernidad y eficacia que creo que ni el más optimista de los responsables orientales pudo prever.
No han sido los estadios un territorio excesivamente cómodo para los arquitectos. La obligada preconfiguración del espacio deportivo propiamente dicho, así como las estrictas condiciones de accesibilidad y evacuación de las áreas de público, reducen sensiblemente el margen de maniobra del arquitecto en este tipo de instalaciones.
Hasta hace muy pocos años, cuando la dimensión representativa y de imagen de las instituciones deportivas sufrió la hipertrofia en la que ahora estamos implantados, el problema de construcción de estadios se reducía fundamentalmente un problema estructural. Sujetar un graderío para un montón de personas y la marquesina que les protegiera razonablemente de las inclemencias meteorológicas. Este escueto planteamiento, más adecuado para el calculista que para el arquitecto, ha producido sin embargo algunos resultados notables de la misma forma que el simple problema de salvar una gran luz en las estaciones ferroviarias de finales del siglo XIX, produjo avances significativos en las estructuras de hierro. Pienso, cómo no, en el Estadio Olímpico de Munich de Frei Otto y Gunter Behnisch y su cubierta casi textil tensada, completamente alejada de cualquier planteamiento de esa escala realizado hasta ese momento.
Estas macro-construcciones presentan una serie de características muy particulares, derivadas de lo específico de su uso prioritario o exclusivo en algunos casos. Comenzando por su propia ubicación en el tejido urbano. Las dificultades de tráfico y las aglomeraciones puntuales que producen los eventos celebrados en estos edificios, llevaron en muchos casos a considerar que la mejor solución era sacarlos a la periferia de las ciudades. Es el caso de Amsterdam Arena o del Estadio de la Peineta en Madrid. Esta decisión supuso la aparición de enormes masas edificatorias, aisladas y solitarias en medio de las llanuras suburbanas. Gigantescos fósiles abandonados nada más nacer, que difícilmente, podrán jamás podrán incorporarse realmente a la ciudad.
Personalmente prefiero con mucho, el estadio claramente insertado en el tejido urbano. A pesar de las molestias periódicas que puedan ocasionar a algunos vecinos siempre insatisfechos, el beneficio económico, vital y representativo que suponen para el conjunto de la ciudad es mucho más importante. La riqueza y lo característico de la vida urbana es su diversidad, su actividad, su mutabilidad y su adaptabilidad. Incluso su carácter ligeramente caótico por momentos.
¿Sería la misma la Castellana sin el Bernabeu? ¿Pondríamos en su lugar un enésimo bloque de viviendas? ¿O un parquecito simpático? Porque, puestos a apartar usos molestos, habría que sacar también de la ciudad el Congreso de los Diputados; y las facultades universitarias; y los centros financieros; y los hospitales; y los museos; y los bares … Y todo aquello en definitiva, que altere la rural monotonía del pseudo-ciudadano que lo en realidad anhela es irse a vivir a su pueblito natal. Cosa que por cierto me parece muy loable. Pero, ¡coño¡, otro tema es que nos quiera llevar a todos con él.
La infantil e ingenua solución del urbanista de separar usos en la búsqueda del supuesto óptimo funcionamiento de cada una las partes, lo único que consigue, es matar el todo (con las partes incluidas, por supuesto). La vida, la intensidad, está en juntar, cuantas más cosas mejor, asumiendo las dificultades, peligros y contradicciones que esta compleja operación supone.
Sin llegar al extremo urbanita del Bernabeu o el Madison Square Garden, la solución de compromiso más generalizada a la que parecen haberse agarrado ahora los planificadores de la ciudad, es la colocación de estas grandes estructuras dentro de parques o amplias zonas libres situadas en el interior de las ciudades. El éxito o fracaso de estas implantaciones depende en gran medida del atractivo que la actividad generada alrededor de la instalación tenga para un amplio grupo de ciudadanos.
Supongo que es falso, pero me gusta pensar y, sobretodo, argumentar que fue Jesús Gil el primero de la escena nacional, en darse cuenta del enorme potencial que se escondía en las coqueras del hormigón de los estadios. Con su instinto casi delictivo (o sin el casi si se prefiere) de promotor inmobiliario, cuando se hace con la presidencia del Atlético de Madrid, contempla el Vicente Calderón. Donde los demás vemos una generosa estructura que sustenta unos graderíos inclinados diseñados para ver adecuadamente el partido en el interior, él ve miles metros cuadrados de forjados perfectamente iluminados y ventilados al exterior, preparaditos para instalar sobre ellos todo tipo de usos lucrativos. Restaurantes, bingos, oficinas, museos, centros comerciales, hoteles, etc. han ido apareciendo colmantando los instersticios de la mayoría de los estadios españoles desde aquel día en que Jesús Gil cerró la fachada exterior del campo del Manzanares.
Bromas aparte, es evidente que el descomunal consumo de recursos que supone la construcción de un gran estadio deportivo, tiene difícil justificación en estos tiempos tan sostenibles, si exclusivamente se contempla su utilización en domingos alternos, o en un gran evento como las Olimpiadas. Es más que razonable, diría incluso éticamente exigible (si me oyera Jesús Gil se partiría de risa supongo), que en el diseño de estadios contemple la convivencia temporal y espacial del uso principal deportivo con otros de las más diversas índoles. De esta forma se obtiene un doble objetivo: rentabilizar la inversión realizada, no solo la económica que también, sino la espacial y energética, que me parecen mucho más importantes; y ampliar el espectro de población para la cual esta construcción puede resultar atractiva.
Pero volviendo a Herzog y de Meuron. Como decía, ahora el marketing y la imagen corporativa o institucional han pasado a un primer plano, y han relegado casi cualquier otro aspecto del problema arquitectónico de los estadios a un papel secundario. La estructura que antaño se mostraba orgullosa como valor diferencial, ahora se asume con naturalidad como una necesidad funcional más, de la misma forma que las rígidas áreas deportivas, los graderíos y las demás instalaciones. Solamente le resta al arquitecto como espacio de actuación significativa, la piel, la delgada membrana que separa el interior del exterior del edificio. Que ahora además, debe asumir la totalidad de la responsabilidad de conformar de una imagen singular y representativa de la institución.
En este territorio epidérmico y plástico puro, la intuición y la destreza constructiva de los arquitectos suizos es enorme. En primer lugar para situar el problema exactamente en ese punto y no despistar el proyecto con otro tipo de ambición tristemente abocada al fracaso. En segundo lugar para generar una imagen unitaria, rotunda y reconocible de una escala muy importante e incómoda a un tiempo. Y finalmente, para introducir soluciones constructivas y tecnológicas nuevas que efectivamente sean capaces de materializar son precisión de relojero, la imagen intuida.
Desde el balbuceante Estadio del Basilea en su ciudad natal llegaron al Allianz Arena de Munich donde con el cambio de color de la totalidad de la fachada solucionan el tonto pero hasta ese momento irresoluble problema de hacer que dos aficiones futboleras violentamente enfrentadas sientan un mismo recinto como propio. Y de ahí hasta el Nido de las Olimpiadas de Beijing, donde han conseguido reunir en único gesto poderoso los dos principales aspectos con los que ha tratado la construcción de estadios deportivos, la estructura y la imagen reconocible.
Babeo aun ante la espectacularidad de las imágenes televisivas y reconozco y admiro la enorme dificultad que supone lo que estos dos monstruos suizos han hecho en China. Sin embargo, no puedo negarlo, personalmente me siento más cerca de otros enfoques menos escenográficos y ligeramente autistas del problema de los estadios en las ciudades. Estoy convencido de que el futuro Camp Nou de Foster en Barcelona será magnífico, pero creo que hay más densidad arquitectónica y urbana en proyectos como el frustrado de Peter Eisenmann para Riazor en Coruña. Batalla perdida. De momento.
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