ZAHA HADID: UN ESPACIO PARA SOÑAR
"Autor: Javier Boned; publicado en soitu.es en agosto de 2008"
Hay que hablar de nuevo de Zaha Hadid. Hay que hablar de nuevo de esta arquitecta iraní, y de la fantástica aventura espacial que supone recorrer su pabellón – puente de la Expo de Zaragoza, porque sn duda, cuando la Expo termine y se regularice su uso, se va a convertir en el referente español de la mejor arquitectura contemporánea. Será un auténtico privilegio el ir a Zaragoza y poder visitarlo muchas veces, una vez consolidada, como digo, la función definitiva que albergarán sus maravillosos espacios interiores. En este sentido, son el espacio y la función, atributos siempre presentes en cualquier objeto que quiera ser considerado arquitectura, los que merecen de nuevo en este edificio (pues de un edificio se trata) un particular comentario.
Este pabellón no es una escultura, concepto al que muchos malintencionados o sesgados comentarios han intentado reducir, producido casi siempre por el desconocimiento, o en el mejor de los casos por los prejuicios culturales que suelen rondar cierta clase de críticas. Su alarde formal exterior, con reminiscencias del mejor art – decó, se mueve con soltura en unas claves de intervención en el paisaje como organismo serpenteante y sugerente, con un novedoso afán de significar el territorio luciendo orgullosamente el carácter de puente. Un puente de misteriosa belleza, con sus texturas de escamas tramadas en varias direcciones para acentuar su condición dinámica.
Pero es únicamente al discurrir por su interior (que alterna sin cesar con el exterior) cuando descubrimos una concepción absolutamente nueva del espacio. Éste se recorre suavemente, recorrido que se justifica por sí mismo, auténtica experiencia fenomenológica. Las situaciones se van sucediendo desde el primer momento con absoluta y natural continuidad, y la multiplicidad de puntos de vista va fluyendo sucesivamente, enmarcados por suaves y sensuales formas, diseñadas como auténtico halago a los sentidos. Todo invita al movimiento perpetuo, reflexivo, propiciando alternativamente “cortes” en la estructura cinética, situaciones de descanso, miradores, enfoques de la ciudad siempre intencionados. Zaha nos propone una reflexión sobre las posibilidades del espacio – tiempo contemporáneo, un micro – universo donde poder sentir la continuidad de la materia, ese sentimiento que se nos escapa constantemente en nuestro contacto cotidiano con la realidad. Frente a la abstracción dura y poliédrica de los últimos teoremas minimalistas derivados del racionalismo arquitectónico más radical, Zaha nos despliega un sistema de formas en desarrollo, la fluidez expresiva del espacio interiorizado; un vientre de ballena donde reflexionar sobre el mismo acto de sentir, de percibir el espacio.
Esto nos lleva al segundo aspecto peculiar derivado de esta innegable obra maestra: ¿cuál es su función, su uso, para qué sirve claramente este edificio? Muchos pensarán que a estas actuaciones hay que darles un uso claro, máxime si han costado treinta y ocho millones de euros. Un futuro uso de lo más razonable sería, en mi opinión, el museístico, sobre todo si se dedicara al arte y la arquitectura contemporáneos. Pero no sorprendería a nadie que el edificio pudiera albergar también algún uso de tipo comercial compatible con el anterior, incluso cualquier otro de marcado carácter público – cultural. La versatilidad de los espacios antes aludidos así nos lo confirma. Con este hecho pretendo afirmar que el compromiso espacial de la buena arquitectura tiene un valor por sí mismo, y no necesita necesariamente ir ligado solidariamente a una función definida en exceso. Esto podrá irritar a muchos que necesiten sentir irremediablemente la utilidad concreta del objeto construido para encontrar la razón de ser de la arquitectura. Y no caeré ahora en la trampa de debatir sobre aquello de que “la forma sigue a la función”, que como todos los eslóganes famosos, requeriría un minucioso análisis del contexto cultural que los vio nacer, para poder desentrañar su significado real. Simplemente afirmo que la mejor arquitectura ostenta poéticamente el privilegio fundamental, a través del espacio, de sacar a flote nuestros sueños. El pabellón – puente de Zaha Hadid es una arquitectura inmejorable porque ha conseguido esto último, independientemente del uso que esta sociedad y momento histórico concreto hayan decidido otorgarle.
La expresión, en mayor o menor grado, siempre incluirá la razón en sus manifestaciones más auténticas, así que me temo que los racionalistas a ultranza, adalides de la utilidad como atributo fundamental de la arquitectura, ya tienen otro artefacto construido que les quita el sueño. Su vigilia, consecuentemente, les impedirá soñar con lo que la buena arquitectura suscita.
Hay que hablar de nuevo de Zaha Hadid. Hay que hablar de nuevo de esta arquitecta iraní, y de la fantástica aventura espacial que supone recorrer su pabellón – puente de la Expo de Zaragoza, porque sn duda, cuando la Expo termine y se regularice su uso, se va a convertir en el referente español de la mejor arquitectura contemporánea. Será un auténtico privilegio el ir a Zaragoza y poder visitarlo muchas veces, una vez consolidada, como digo, la función definitiva que albergarán sus maravillosos espacios interiores. En este sentido, son el espacio y la función, atributos siempre presentes en cualquier objeto que quiera ser considerado arquitectura, los que merecen de nuevo en este edificio (pues de un edificio se trata) un particular comentario.
Este pabellón no es una escultura, concepto al que muchos malintencionados o sesgados comentarios han intentado reducir, producido casi siempre por el desconocimiento, o en el mejor de los casos por los prejuicios culturales que suelen rondar cierta clase de críticas. Su alarde formal exterior, con reminiscencias del mejor art – decó, se mueve con soltura en unas claves de intervención en el paisaje como organismo serpenteante y sugerente, con un novedoso afán de significar el territorio luciendo orgullosamente el carácter de puente. Un puente de misteriosa belleza, con sus texturas de escamas tramadas en varias direcciones para acentuar su condición dinámica.
Pero es únicamente al discurrir por su interior (que alterna sin cesar con el exterior) cuando descubrimos una concepción absolutamente nueva del espacio. Éste se recorre suavemente, recorrido que se justifica por sí mismo, auténtica experiencia fenomenológica. Las situaciones se van sucediendo desde el primer momento con absoluta y natural continuidad, y la multiplicidad de puntos de vista va fluyendo sucesivamente, enmarcados por suaves y sensuales formas, diseñadas como auténtico halago a los sentidos. Todo invita al movimiento perpetuo, reflexivo, propiciando alternativamente “cortes” en la estructura cinética, situaciones de descanso, miradores, enfoques de la ciudad siempre intencionados. Zaha nos propone una reflexión sobre las posibilidades del espacio – tiempo contemporáneo, un micro – universo donde poder sentir la continuidad de la materia, ese sentimiento que se nos escapa constantemente en nuestro contacto cotidiano con la realidad. Frente a la abstracción dura y poliédrica de los últimos teoremas minimalistas derivados del racionalismo arquitectónico más radical, Zaha nos despliega un sistema de formas en desarrollo, la fluidez expresiva del espacio interiorizado; un vientre de ballena donde reflexionar sobre el mismo acto de sentir, de percibir el espacio.
Esto nos lleva al segundo aspecto peculiar derivado de esta innegable obra maestra: ¿cuál es su función, su uso, para qué sirve claramente este edificio? Muchos pensarán que a estas actuaciones hay que darles un uso claro, máxime si han costado treinta y ocho millones de euros. Un futuro uso de lo más razonable sería, en mi opinión, el museístico, sobre todo si se dedicara al arte y la arquitectura contemporáneos. Pero no sorprendería a nadie que el edificio pudiera albergar también algún uso de tipo comercial compatible con el anterior, incluso cualquier otro de marcado carácter público – cultural. La versatilidad de los espacios antes aludidos así nos lo confirma. Con este hecho pretendo afirmar que el compromiso espacial de la buena arquitectura tiene un valor por sí mismo, y no necesita necesariamente ir ligado solidariamente a una función definida en exceso. Esto podrá irritar a muchos que necesiten sentir irremediablemente la utilidad concreta del objeto construido para encontrar la razón de ser de la arquitectura. Y no caeré ahora en la trampa de debatir sobre aquello de que “la forma sigue a la función”, que como todos los eslóganes famosos, requeriría un minucioso análisis del contexto cultural que los vio nacer, para poder desentrañar su significado real. Simplemente afirmo que la mejor arquitectura ostenta poéticamente el privilegio fundamental, a través del espacio, de sacar a flote nuestros sueños. El pabellón – puente de Zaha Hadid es una arquitectura inmejorable porque ha conseguido esto último, independientemente del uso que esta sociedad y momento histórico concreto hayan decidido otorgarle.
La expresión, en mayor o menor grado, siempre incluirá la razón en sus manifestaciones más auténticas, así que me temo que los racionalistas a ultranza, adalides de la utilidad como atributo fundamental de la arquitectura, ya tienen otro artefacto construido que les quita el sueño. Su vigilia, consecuentemente, les impedirá soñar con lo que la buena arquitectura suscita.
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