sábado, enero 30, 2010

Una tapita de utopía, ¡por favor!


"Autor: Diego Fullaondo, publicado en soitu.es en septiembre de 2008"

No es utopía un término que case demasiado bien con arquitectura. En general suele aparecer rodeado de consideraciones mayoritariamente peyorativas. Esta falta de simpatía por la utopía del arquitecto, el constructor de lugares para el hombre, es posible que se deba a la propia etimología de la palabra, “no lugar” o “lugar que no existe”.
Sí son en cambio muy frecuentes las imágenes arquitectónicas de las llamadas distopías, “malos lugares”, o utopías perversas. En ellas, algún elemento aparentemente inofensivo del presente, sufre una hipertrofia patológica o una mutación que convierte el mundo en un infierno inhabitable para el ser humano.
Limitándonos a ejemplos del mundo del cine: de un lado tendríamos la Comarca de los hobbits o la élfica Tirión, mientras que del otro están, además de las propias Dos Torres del Señor de los Anillos, el Nueva York desierto de Soy Leyenda o aterrador minimalismo de Gattaca. En términos matemáticos, parece existir una relación inversamente proporcional entre arquitectura y utopía. La cantidad de arquitectura es el más claro parámetro indicador del grado de maldad de la sociedad.
La aceptación precipitada de esta culpa por parte de los arquitectos está en la raíz de la irresistible escalada de la aparentemente única utopía arquitectónica tolerable en estos tiempos: la ecológica. O en su versión light (y por lo tanto, ya no utópica), la sostenible. En una especie de enloquecido propósito de la enmienda, somos los propios arquitectos los que abogamos ahora por la desaparición de la arquitectura como único horizonte deseable para construir una sociedad mejor.
Este fenómeno es muy reciente. La mayor parte del pasado siglo estuvo impulsado por fuerzas de signo absolutamente contrario. El optimismo y el potencial de nuevas ideas que cristalizaron en las vanguardias de los años 20 consiguieron incluso superar un cataclismo planetario como la segunda guerra mundial. En los 60 y 70 se cuestionaron los voluntariosos y revolucionarios manifiestos de principios de siglo, y se esbozaron nuevas arquitecturas o imágenes de referencia para el futuro.
El Archigram en Inglaterra, Claude Parent y Paul Virilio en Francia, Superestudio en Italia, Tange en Japón, etc… elaboraban, de forma compulsiva, propuestas, evidentemente no realizables en ese momento, pero que intentaban dibujar el futuro desde aquellos síntomas característicos que cada uno detectaba en su propia sociedad: el crecimiento exponencial de la población, la necesidad de intercomunicación en todos los niveles, el adormecimiento de la sociedad del confort, la falta de suelo, etc… Incluidos por supuesto el poder abrumador de la imagen y la conciencia ecológica.
Pero a partir de ese momento heroico y fructífero, se ha producido, un silencio creciente, apenas roto por el estrépito periódico, más mediático que real de la recurrente utopía ecológica. Se han esgrimido varios motivos para esta falta de producción de los arquitectos en el territorio de la utopía, de lo deseable, de lo futurible. Todos ellos bastante descorazonadores (a la vez que poco creíbles, por cierto):
- Ya no somos tan ingenuos como para creer que podemos predecir el futuro. La virtud de aquellas viejas propuestas no estaba en su porcentaje de acierto (que dicho sea de paso, es sorprendentemente alto), sino en el simple hecho de llamar la atención sobre problemas diferentes de la sociedad del momento y construir respuestas y soluciones a esos problemas.
- Ya se han terminado las ideas, es el momento de constatar la eficacia de aquellas que ya tenemos. Vieja y falsa excusa que todos los que hemos trabajado en el entorno de lo creativo, hemos tenido la tentación de manejar en los duros periodos que transcurren entre una idea y otra, donde la sombra de la falta de talento personal nos persigue amenazadora.
- Ya no tenemos tiempo para esas tonterías. Aquí puede haber algo de cierto. En la primera parte, me refiero. Se ha multiplicado de forma asombrosa la gestión y los sucesivos controles de seguridad de los proyectos hoy en día. Todo ello dirigido a arrinconar al gran demonio de la civilización: el error, el accidente. O, en caso de no ser posible, detectar de forma precisa al responsable del mismo. La bondad del sistema es incuestionable: se hacen mejor los proyectos que hace años. Pero también es indiscutible la ingente cantidad de energía y tiempo consumido para obtener esta moderada mejora, porcentualmente muy poco significativa en relación con el conjunto del proyecto.
Con lo de tonterías, ya no estoy tan de acuerdo. No sé que es más inteligente y eficaz en la marcha: caminar rápido con la cabeza baja preocupándonos exclusivamente de no tropezar para evitar la caída o la perdida de velocidad; o detenerse de vez en cuando, para otear el horizonte y establecer una estrategia para la ruta; por supuesto, aproximativa y adaptable en cada pausa.
- Ya no sueño la ciudad del mañana; la construyo, dirán Foster o Koolhaas. Es verdad. Y ese es precisamente el problema. Voy a decir una obviedad: la utopía, por definición, no puede existir. Si actuamos como si existiera hay exclusivamente dos posibilidades:
1. O es mentira, y estas ciudades ecológicas que aparecen en el medio y lejano oriente al calor del dinero del petróleo maldito (¡que gran paradoja!) y de regímenes políticos que hasta antesdeayer no hubieran servido como referencia de futuro deseable ni a una hormiga obrera, son simples ejercicios banales y de calidad muy dudosa, que, en el mejor de los casos, reúnen los cuatro o cinco lugares comunes a los que la cultura occidental ha decidido ahora agarrarse férreamente;
2. O es verdad, y hemos alcanzado el final del camino. Ya somos dioses.
Yo me quedo con la primera.
Y creo que deberíamos seguir pensando/arriesgando más y construyendo/comprobando menos. Como siempre, vamos.

PD. Y creo que el cinismo solo es un recurso inteligente para esconder la cobardía, la vagancia y el agotamiento (va por Rem y su AMO-OMA de los últimos años)

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