Lo “digital” y lo “ecológico” en arquitectura
"Autor: Diego Fullaondo; publicado en soitu.es en mayo de 2008"
Hace algunas semanas presencié una intensa discusión informal entre dos colegas arquitectos relativa al grado de influencia de lo “digital” y lo “ecológico” en la arquitectura actual y futura. Estas espontáneas conversaciones tabernarias tienen una componente muy interesante y otra menos productiva: Por una parte están liberadas del encorsetamiento académico que suele teñir otras intervenciones más serias en las que preocupa más el efecto del discurso que el contenido del mismo. Pero tienen en contra que, a medida que aumenta el consumo de elixires varios, los argumentos derivan rápidamente hacia la mera descalificación del contrario. Inevitablemente, el eco-arquitecto acabó llamando al ordenador, tiralíneas sofisticado mientras la arquitecta virtual tildaba a su contrincante de molinero retrógrado.
Son dos enfoques de la profesión desde luego muy en boga. A pesar de la virulencia con que suelen ser defendidos por sus respectivos seguidores, entiendo que no son necesariamente antagónicos. Lo que sí puede afirmarse en este momento, es que los efectos tangibles de la introducción de la herramienta informática en la arquitectura son, por ahora, mucho más evidentes y significativos que aquellos derivados de la nueva conciencia sostenible. Limitándonos estrictamente al campo de la construcción, la potencia de cálculo obtenida con la tecnología digital ha hecho posible la realización de proyectos que antes eran absolutamente inabordables, por elementales razones de tiempo.
Frente a esta nueva y generalizada complejidad (o complicación innecesaria opinarán algunos) que ya desde hace décadas es constatable en las ciudades, las huellas físicas del pensamiento ecologista se limitan por el momento a la instalación de paneles, aljibes, o molinillos en el remate de algún edificio (tengo entendido que Sacyr pretendía o pretende instalar varios de éstos en lo alto de su torre de la Ciudad Deportiva del Madrid que, en días de huracán, producirán la energía suficiente para alumbrar los aseos de la cara norte). Salvo algunas excelentes excepciones, el traslado al lenguaje arquitectónico de la loable y necesaria preocupación medioambiental que inunda la cultura occidental se está realizando, de momento, de una forma muy lenta y con una dosis de ingenuidad que raya en el insulto.
Me atrevería a decir que la “buena prensa” de la que disfruta todo aquello relacionado con la sostenibilidad es, paradójicamente, el lastre que está ralentizando su desarrollo real. Su carácter políticamente correcto empuja a todos los agentes participantes en la edificación a la precipitación con una ausencia total de responsabilidad y autocrítica: Las distintas administraciones públicas establecen continuamente nuevas obligaciones y normativas de dudosa eficacia y difícil posibilidad de cumplimiento real; la industria se pone a generar compulsivamente elementos constructivos que aparentemente satisfacen esta nueva obsesión, produciendo en muchos casos más perjuicios al medioambiente en su proceso de fabricación que todo el hipotético beneficio futuro que pudieran provocar a lo largo de su vida; los arquitectos nos apresuramos a teñir con un inútil barniz ecológico las explicaciones de nuestros proyectos, que en nada difieren de aquellos que realizábamos antes de este tsunami ecologista (pido prestada la divertida expresión de Llamazares). Y todo ese magma contradictorio e ineficaz, disuelve las genuinas investigaciones y experiencias que seriamente están buscando un posible nuevo enfoque para esta vieja preocupación de la arquitectura (no nos engañemos: la sostenibilidad, tanto estructural como medioambiental, ha formado parte siempre de la buena arquitectura; la diferencia está ahora en la escala del problema y en la certeza de la limitación de los recursos).
Por el contrario, lo “digital”, sí tuvo que pelear contra las viejas estructuras implantadas sólidamente en los estudios de arquitectura. Por poner el ejemplo más paradigmático: El dibujo a mano había sido históricamente el territorio exclusivo del arquitecto-artista, personal, intransferible e imprescindible. Las herramientas de dibujo asistido por ordenador se desarrollaron durante muchos años, desde posiciones claramente marginales y despreciadas por la mayoría de los arquitectos, hasta alcanzar un grado de madurez suficiente que les permitió sustituir a los sistemas de representación tradicional (cuyo único bastión por sorprendente que parezca, siguen siendo algunas cátedras de dibujo de algunas universidades). La herramienta demostró que no solo podía hacer exactamente lo mismo que el dibujo a mano, pero más preciso, más rápido, más versátil e incluso más expresivo, sino que además abría para los proyectos, un enorme campo de nuevas posibilidades inconcebibles hasta ese momento: representación y control real de geometrías muy complejas; recopilación y manipulación simultánea de gran cantidad de información; introducción de lo aleatorio; etc. La tecnología digital cambió no solo la manera de realizar los proyectos de arquitectura sino que, en este momento, está modificando la propia forma de la arquitectura en virtud de su propio discurso autónomo que se ha convertido en una variable más de la disciplina que no es posible ignorar.
Finalmente, me preocupa una extraña coincidencia que encuentro entre lo “ecológico” y lo “digital” si son llevados a su extremo. El final del camino en ambas posturas es el mismo: la desaparición de la arquitectura. Como ya apuntó Javier Boned en su artículo hace algún tiempo, lo más sostenible de verdad es no hacer absolutamente nada. Y por otra parte, el simulacro digital de la arquitectura (y la vida) que nos presentaba Matrix, no parece demasiado descabellado. Inquietante. Inquietante que dos de los principales pretextos de los que los arquitectos nos servimos para intentar vislumbrar el futuro, contengan en su interior nuestra propia desaparición. Por algún motivo pienso en “La posibilidad de una isla” de Houellebecq.
Hace algunas semanas presencié una intensa discusión informal entre dos colegas arquitectos relativa al grado de influencia de lo “digital” y lo “ecológico” en la arquitectura actual y futura. Estas espontáneas conversaciones tabernarias tienen una componente muy interesante y otra menos productiva: Por una parte están liberadas del encorsetamiento académico que suele teñir otras intervenciones más serias en las que preocupa más el efecto del discurso que el contenido del mismo. Pero tienen en contra que, a medida que aumenta el consumo de elixires varios, los argumentos derivan rápidamente hacia la mera descalificación del contrario. Inevitablemente, el eco-arquitecto acabó llamando al ordenador, tiralíneas sofisticado mientras la arquitecta virtual tildaba a su contrincante de molinero retrógrado.
Son dos enfoques de la profesión desde luego muy en boga. A pesar de la virulencia con que suelen ser defendidos por sus respectivos seguidores, entiendo que no son necesariamente antagónicos. Lo que sí puede afirmarse en este momento, es que los efectos tangibles de la introducción de la herramienta informática en la arquitectura son, por ahora, mucho más evidentes y significativos que aquellos derivados de la nueva conciencia sostenible. Limitándonos estrictamente al campo de la construcción, la potencia de cálculo obtenida con la tecnología digital ha hecho posible la realización de proyectos que antes eran absolutamente inabordables, por elementales razones de tiempo.
Frente a esta nueva y generalizada complejidad (o complicación innecesaria opinarán algunos) que ya desde hace décadas es constatable en las ciudades, las huellas físicas del pensamiento ecologista se limitan por el momento a la instalación de paneles, aljibes, o molinillos en el remate de algún edificio (tengo entendido que Sacyr pretendía o pretende instalar varios de éstos en lo alto de su torre de la Ciudad Deportiva del Madrid que, en días de huracán, producirán la energía suficiente para alumbrar los aseos de la cara norte). Salvo algunas excelentes excepciones, el traslado al lenguaje arquitectónico de la loable y necesaria preocupación medioambiental que inunda la cultura occidental se está realizando, de momento, de una forma muy lenta y con una dosis de ingenuidad que raya en el insulto.
Me atrevería a decir que la “buena prensa” de la que disfruta todo aquello relacionado con la sostenibilidad es, paradójicamente, el lastre que está ralentizando su desarrollo real. Su carácter políticamente correcto empuja a todos los agentes participantes en la edificación a la precipitación con una ausencia total de responsabilidad y autocrítica: Las distintas administraciones públicas establecen continuamente nuevas obligaciones y normativas de dudosa eficacia y difícil posibilidad de cumplimiento real; la industria se pone a generar compulsivamente elementos constructivos que aparentemente satisfacen esta nueva obsesión, produciendo en muchos casos más perjuicios al medioambiente en su proceso de fabricación que todo el hipotético beneficio futuro que pudieran provocar a lo largo de su vida; los arquitectos nos apresuramos a teñir con un inútil barniz ecológico las explicaciones de nuestros proyectos, que en nada difieren de aquellos que realizábamos antes de este tsunami ecologista (pido prestada la divertida expresión de Llamazares). Y todo ese magma contradictorio e ineficaz, disuelve las genuinas investigaciones y experiencias que seriamente están buscando un posible nuevo enfoque para esta vieja preocupación de la arquitectura (no nos engañemos: la sostenibilidad, tanto estructural como medioambiental, ha formado parte siempre de la buena arquitectura; la diferencia está ahora en la escala del problema y en la certeza de la limitación de los recursos).
Por el contrario, lo “digital”, sí tuvo que pelear contra las viejas estructuras implantadas sólidamente en los estudios de arquitectura. Por poner el ejemplo más paradigmático: El dibujo a mano había sido históricamente el territorio exclusivo del arquitecto-artista, personal, intransferible e imprescindible. Las herramientas de dibujo asistido por ordenador se desarrollaron durante muchos años, desde posiciones claramente marginales y despreciadas por la mayoría de los arquitectos, hasta alcanzar un grado de madurez suficiente que les permitió sustituir a los sistemas de representación tradicional (cuyo único bastión por sorprendente que parezca, siguen siendo algunas cátedras de dibujo de algunas universidades). La herramienta demostró que no solo podía hacer exactamente lo mismo que el dibujo a mano, pero más preciso, más rápido, más versátil e incluso más expresivo, sino que además abría para los proyectos, un enorme campo de nuevas posibilidades inconcebibles hasta ese momento: representación y control real de geometrías muy complejas; recopilación y manipulación simultánea de gran cantidad de información; introducción de lo aleatorio; etc. La tecnología digital cambió no solo la manera de realizar los proyectos de arquitectura sino que, en este momento, está modificando la propia forma de la arquitectura en virtud de su propio discurso autónomo que se ha convertido en una variable más de la disciplina que no es posible ignorar.
Finalmente, me preocupa una extraña coincidencia que encuentro entre lo “ecológico” y lo “digital” si son llevados a su extremo. El final del camino en ambas posturas es el mismo: la desaparición de la arquitectura. Como ya apuntó Javier Boned en su artículo hace algún tiempo, lo más sostenible de verdad es no hacer absolutamente nada. Y por otra parte, el simulacro digital de la arquitectura (y la vida) que nos presentaba Matrix, no parece demasiado descabellado. Inquietante. Inquietante que dos de los principales pretextos de los que los arquitectos nos servimos para intentar vislumbrar el futuro, contengan en su interior nuestra propia desaparición. Por algún motivo pienso en “La posibilidad de una isla” de Houellebecq.
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