¿Hay que creer en los concursos?
"Autor: Javier Boned; publicado en soitu.es en marzo de 2008"
Antiguamente, la calidad de los arquitectos resultaba directamente proporcional a su capacidad de ganar concursos de arquitectura. Un arquitecto como Jose Antonio Corrales, por ejemplo, me comentaba con auténtico orgullo que él nunca había tenido un encargo de tipo privado salvo excepciones, y que casi toda su obra construida (indudablemente de gran calidad) había sido resultado siempre de victorias en concursos.
Evidentemente, las cosas han cambiado sustancialmente en una profesión ahora tan masificada, hasta el punto que parece difícil hoy en día no caer en el escepticismo sobre la transparencia y la limpieza de adjudicación de premios en los concursos de arquitectura, que es casi tan difícil como creer en que el prestigio profesional se consigue más por la capacidad y la valía demostradas en una trayectoria personal antes que por una posición política, social y estratégica determinada y en un momento concreto. La cuestión de “creer o no creer” parece que sigue siendo un debate a tener en cuenta, incluso fuera del ámbito de lo religioso.
Es curioso comprobar como entre los profesionales de la arquitectura se dan, como mínimo, dos posturas irreconciliables frente al sistema de obtención del trabajo mediante concurso: por un lado, los genuinos especialistas en el tema, los que se jactan de concursar constantemente y ganar premios a menudo, frente a aquellos que ven siempre en el concurso una especie de mecanismo intrínsecamente corrupto y tramposo, que no hace sino enmascarar un constante nepotismo y alimentar las más variadas formas de prevaricación.
Los primeros parece que en verdad han dado con la tecla y han desarrollado un sistema de producción de imágenes que “engancha” a los jurados, utilizando habitualmente estrategias visuales de lo más sofisticadas, para las que la llegada de la informática ha supuesto un aliado fundamental e inestimable. Los segundos suelen basar su falta de fe justamente en esa frivolidad mediática que anida firmemente en el carácter del concursante ganador, opuesta impunemente a la “verdad” de la realidad profesional y mercantil de la arquitectura, el día a día de la profesión, que se enfrenta al hecho arquitectónico sin mas armas que el dominio que se tenga del oficio y no teniendo que depender de las aleatorias decisiones de unos jurados a los que nunca se atribuirá una mínima honestidad. Entre estas dos posturas radicales existe otra, la del profesional que basa su creencia en el sistema del concurso dependiendo de los resultados personales obtenidos: si se gana, el concurso es estupendo y resulta la verdadera forma de llegar a construir la buena arquitectura. Si se pierde, el concurso “estaba dado” de antemano y hay que acudir a los tribunales, “resulta una vergüenza lo que está pasando”, “esto no puede continuar así” y demás dicterios al gobierno reaccionario, que diría el poeta. Esta postura, todo hay que decirlo, está más extendida de lo que parece en nuestra amada profesión, y se corre el riesgo de comenzar a ser su portavoz desde el mismo momento en que se tiene la fortuna de ganar algún concurso, cosa que lógicamente puede ocurrir alguna vez.
En cualquier caso los concursos de arquitectura han multiplicado sus formas y contenidos, existen para todos los gustos y dan cabida a una cantidad de profesionales de amplio y variado espectro. Hay concursos de ideas, de proyecto, de proyecto y obra, restringidos, abiertos, multidiscilplinares, por equipos, con empresa, etc., etc. con una manera de acometer cada uno de ellos completamente distinta.
Parece que el sistema de adjudicación evoluciona hacia el concurso restringido. Una rápida reflexión sobre el mismo no debería girar tanto en torno a los posibles resultados que pudiera generar como en lo que se refiere al procedimiento de selección previo, y al mecanismo proyectual y creativo que tenderá a producirse como consecuencia de esta restricción. Lo que se pretende en principio con este tipo de competiciones entre arquitectos de prestigio está muy claro: la Administración no está dispuesta a arriesgar ni a realizar pruebas y ensayos con los fondos públicos, y lo evita basándose en una acreditada calidad previa de los concursantes, a través de una auténtica y rigurosa criba, confiando así en asegurar un resultado arquitectónico política y económicamente correcto, que será llevado a buen fin por el incuestionable hecho de la solvencia profesional de la firma. El problema que genera este sistema parece inmediato y posee un triple filo. Por un lado el que se quede fuera pasará automáticamente a llevar el estigma de ”no seleccionado”, para su mayor vergüenza y escarnio, y sufrirá la inapelable mirada crítica de la profesión, ante la que el eliminado en cuestión indefectiblemente comenzará a perder crédito, y tenderá a juzgar su eliminación, a veces con toda la razón, como una perversión y “politización” del sistema. Por otro lado generará una postura de una cierta “laxitud” y exceso de confianza a la hora de acometer el concurso por parte del experto “seleccionado”, que con toda seguridad no se tomará tanto interés en su resolución como lo haría en un concurso abierto teniendo que competir contra cientos de anónimos rivales. Finalmente la sensación de frustración profesional que se abatirá sobre el perdedor, una vez fallado el concurso, será inversamente proporcional al número de contendientes. Cuantos menos hayan concursado, más será sin duda la sensación de fracaso. El último concurso para el Auditorio de Málaga, restringido a ocho participantes, resulta un buen ejemplo de ello.
Parece claro que esta profesión masificada y con tanta repercusión social va a seguir estando destinada a generar posturas de creencia o de agnosticismo, con respecto a uno de los sistemas fundamentales, nos guste o no, de producción de arquitectura. La frustración, no nos engañemos, será siempre algo más complejo y no dependerá tan sólo de ganar o perder concursos.
Antiguamente, la calidad de los arquitectos resultaba directamente proporcional a su capacidad de ganar concursos de arquitectura. Un arquitecto como Jose Antonio Corrales, por ejemplo, me comentaba con auténtico orgullo que él nunca había tenido un encargo de tipo privado salvo excepciones, y que casi toda su obra construida (indudablemente de gran calidad) había sido resultado siempre de victorias en concursos.
Evidentemente, las cosas han cambiado sustancialmente en una profesión ahora tan masificada, hasta el punto que parece difícil hoy en día no caer en el escepticismo sobre la transparencia y la limpieza de adjudicación de premios en los concursos de arquitectura, que es casi tan difícil como creer en que el prestigio profesional se consigue más por la capacidad y la valía demostradas en una trayectoria personal antes que por una posición política, social y estratégica determinada y en un momento concreto. La cuestión de “creer o no creer” parece que sigue siendo un debate a tener en cuenta, incluso fuera del ámbito de lo religioso.
Es curioso comprobar como entre los profesionales de la arquitectura se dan, como mínimo, dos posturas irreconciliables frente al sistema de obtención del trabajo mediante concurso: por un lado, los genuinos especialistas en el tema, los que se jactan de concursar constantemente y ganar premios a menudo, frente a aquellos que ven siempre en el concurso una especie de mecanismo intrínsecamente corrupto y tramposo, que no hace sino enmascarar un constante nepotismo y alimentar las más variadas formas de prevaricación.
Los primeros parece que en verdad han dado con la tecla y han desarrollado un sistema de producción de imágenes que “engancha” a los jurados, utilizando habitualmente estrategias visuales de lo más sofisticadas, para las que la llegada de la informática ha supuesto un aliado fundamental e inestimable. Los segundos suelen basar su falta de fe justamente en esa frivolidad mediática que anida firmemente en el carácter del concursante ganador, opuesta impunemente a la “verdad” de la realidad profesional y mercantil de la arquitectura, el día a día de la profesión, que se enfrenta al hecho arquitectónico sin mas armas que el dominio que se tenga del oficio y no teniendo que depender de las aleatorias decisiones de unos jurados a los que nunca se atribuirá una mínima honestidad. Entre estas dos posturas radicales existe otra, la del profesional que basa su creencia en el sistema del concurso dependiendo de los resultados personales obtenidos: si se gana, el concurso es estupendo y resulta la verdadera forma de llegar a construir la buena arquitectura. Si se pierde, el concurso “estaba dado” de antemano y hay que acudir a los tribunales, “resulta una vergüenza lo que está pasando”, “esto no puede continuar así” y demás dicterios al gobierno reaccionario, que diría el poeta. Esta postura, todo hay que decirlo, está más extendida de lo que parece en nuestra amada profesión, y se corre el riesgo de comenzar a ser su portavoz desde el mismo momento en que se tiene la fortuna de ganar algún concurso, cosa que lógicamente puede ocurrir alguna vez.
En cualquier caso los concursos de arquitectura han multiplicado sus formas y contenidos, existen para todos los gustos y dan cabida a una cantidad de profesionales de amplio y variado espectro. Hay concursos de ideas, de proyecto, de proyecto y obra, restringidos, abiertos, multidiscilplinares, por equipos, con empresa, etc., etc. con una manera de acometer cada uno de ellos completamente distinta.
Parece que el sistema de adjudicación evoluciona hacia el concurso restringido. Una rápida reflexión sobre el mismo no debería girar tanto en torno a los posibles resultados que pudiera generar como en lo que se refiere al procedimiento de selección previo, y al mecanismo proyectual y creativo que tenderá a producirse como consecuencia de esta restricción. Lo que se pretende en principio con este tipo de competiciones entre arquitectos de prestigio está muy claro: la Administración no está dispuesta a arriesgar ni a realizar pruebas y ensayos con los fondos públicos, y lo evita basándose en una acreditada calidad previa de los concursantes, a través de una auténtica y rigurosa criba, confiando así en asegurar un resultado arquitectónico política y económicamente correcto, que será llevado a buen fin por el incuestionable hecho de la solvencia profesional de la firma. El problema que genera este sistema parece inmediato y posee un triple filo. Por un lado el que se quede fuera pasará automáticamente a llevar el estigma de ”no seleccionado”, para su mayor vergüenza y escarnio, y sufrirá la inapelable mirada crítica de la profesión, ante la que el eliminado en cuestión indefectiblemente comenzará a perder crédito, y tenderá a juzgar su eliminación, a veces con toda la razón, como una perversión y “politización” del sistema. Por otro lado generará una postura de una cierta “laxitud” y exceso de confianza a la hora de acometer el concurso por parte del experto “seleccionado”, que con toda seguridad no se tomará tanto interés en su resolución como lo haría en un concurso abierto teniendo que competir contra cientos de anónimos rivales. Finalmente la sensación de frustración profesional que se abatirá sobre el perdedor, una vez fallado el concurso, será inversamente proporcional al número de contendientes. Cuantos menos hayan concursado, más será sin duda la sensación de fracaso. El último concurso para el Auditorio de Málaga, restringido a ocho participantes, resulta un buen ejemplo de ello.
Parece claro que esta profesión masificada y con tanta repercusión social va a seguir estando destinada a generar posturas de creencia o de agnosticismo, con respecto a uno de los sistemas fundamentales, nos guste o no, de producción de arquitectura. La frustración, no nos engañemos, será siempre algo más complejo y no dependerá tan sólo de ganar o perder concursos.
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