¿Dónde estás corazón, digo… ampliación?
"Autor: Diego Fullaondo; publicado en soitu.es en febreo 2008"
Demasiadas excusas. Podríamos titular con aquello de “excusatio non petita, accusatio manifesta”. Argumentaciones demasiado defensivas para explicar la que podría haber sido una operación arquitectónica realmente a la altura de la primera, o de las primeras, pinacotecas del mundo. Rafael Moneo tiene el dudoso honor, de haber realizado una ampliación del Prado que, como Wally, en el mejor de los casos, pasa totalmente desapercibida.
Se veía venir. El desarrollo del concurso inicial está envuelto en una leyenda urbano/arquitectónica de lo más variopinta. Que si Foster se retira al constatar la estrechez del marco normativo. Que si el jurado confunde las propuestas. En definitiva, todo tipo de rumores y maledicencias, que acaban en la selección de diez finalistas, entre los que se encuentra una elegantísima maqueta de unos, jovencísimos entonces, arquitectos de la Escuela de Madrid, Matos y Castillo. Las siguientes fases del concurso concluyen con la selección del proyecto del prestigioso arquitecto Rafael Moneo que, frente a lo planteado inicialmente, ocupa el claustro de los Jerónimos.
A partir de ese momento, se arma la marimorena. Asociaciones de vecinos se levantan en armas en defensa de una ruina del barrio que, por algún extraño motivo, consideran de su propiedad. Pleitos, amenazas y manifestaciones. Balcones con sábanas con incomprensibles mensajes apocalípticos. Reconozco que, en ese punto de la historia, a pesar de no encontrar nada extraordinario en lo que se conocía del proyecto de Moneo, me erigí en defensor de la invisible propuesta frente a la irracional masa balconera, demasiado acostumbrada a ser escuchada en razón exclusivamente de su número. Moneo, presumiblemente muy presionado, elabora modificación tras modificación hasta conseguir el ansiado consenso. O silencio, quien sabe. De esta forma aparece la primera gran excusa: “Solamente Moneo era capaz de sacar adelante un proyecto tan controvertido”.
Las dos siguientes las ha esgrimido el propio autor al explicar su ampliación una vez finalizada: “No había más espacio” y “no era el momento para que un arquitecto levantara un edificio a su mayor gloria”. No entiendo ninguna de ellas. La relativa a la cantidad de espacio es más que sorprendente teniendo en cuenta que la ocupación del claustro no entraba inicialmente en los planes de la ampliación. Y con respecto a la segunda, me planteo la siguiente pregunta: ¿a qué se refiere Moneo? ¿Quiere decir que, en según qué casos, el arquitecto debe renunciar a parte de su forma de hacer, para adaptarse a criterios más generales pero ajenos? Si eso es así, ¿quién determina cuales son estos casos excepcionales? Y en el supuesto de que eso fuera un acierto, ¿por qué no actuar siempre de esa forma?; ¿no supone esto, un menosprecio al resto de sus obras? No me lo acabo de creer. Entiendo más bien que cuando los arquitectos nos escudamos en un supuesto bien común, estamos escondiendo bajo la alfombra nuestra propia falta de criterio para acometer el proyecto.
Curiosamente las vegetales puertas (de salida, ¡qué lástima!) de Cristina Iglesias y la sala que corresponde a la rehabilitación del claustro (vaya esto por los de las sábanas en los balcones) son los dos únicos elementos con algo de carácter de toda la ampliación. El gesto triangular del enorme vestíbulo, que tristemente ha terminado con el salón de actos de García de Paredes, no tiene espacialmente la fuerza que hacían presuponer los planteamientos iniciales; quizás por su excesiva vocación de responder sistemáticamente a todo su perímetro histórico en lugar de erigirse en orgulloso protagonista de la ampliación. El conocimiento de la historia del cual Moneo es sin duda un auténtico maestro, cobra todo su sentido en el momento en que matiza y enriquece la propuesta contemporánea. En caso de que falte ésta, todos estos matices y apuntes se transforman en citas desordenadas y superfluas. Sin idea en cuanto a lo que de recorrido puede tener un museo actual, las escaleras mecánicas se pelean en su disposición y trazado con unas salitas diminutas y aparentemente residuales. La llamada linterna, está construida con una perfilería tan gruesa que se acerca peligrosamente a los cerramientos de terraza, con palillería y cuarterones, e introduce la luz natural (y artificial) en las dos salas principales con excesiva brusquedad y evidencia. El abigarrado salón de actos se empastela con maderas supongo que nórdicas, y los estucos rojos pompeyanos tienen la discutible misión de conferir carácter histórico y noble a salas bastante insípidas. Finalmente, el edificio administrativo que enclaustra el claustro (imaginativo juego de palabras, creado por alguien que no sabe aun que un claustro, por definición, está enclaustrado), pretende, con sus ritmos de huecos, con su ladrillo rojo madrileño o su chapado de piedra en función de la fachada colindante, para dar gusto a todos en una enésima solución pactada. Creo que, en el fondo, lo que querría el mal llamado cubo, es hacerse invisible.
Entiendo la enorme dificultad programática y mediática de un proyecto como éste. Pero también creo que si el arquitecto hubiera buscado con más decisión una solución comprometida con su propia manera de entender la arquitectura, en lugar de una solución de compromiso entre demasiadas partes, los beneficiados hubiéramos sido todos. En resumen, y siguiendo con los dichos populares, “para este viaje no hacían falta alforjas”. Para hacer una propuesta tan anodina, en tan escaso sitio según dicen, y en la que el arquitecto tenía que asumir no sé que papel gris de canalizador de supuestos deseos mayoritarios, no hacía falta montar toda la parafernalia que se ha montado. No hacía falta buscar una figura y obligarla a que se plegara a los deseos de todos y cada uno de los que elevaban la voz como interlocutores válidos. Y, desde luego, lo más prescindible, es que se nos presente la operación como una cosa distinta de lo que realmente es: Un aburrimiento y una enorme oportunidad perdida, que no manifestará más claramente sus carencias porque, al contrario que la ampliación, la pinacoteca del Prado, sí es verdaderamente excepcional.
Demasiadas excusas. Podríamos titular con aquello de “excusatio non petita, accusatio manifesta”. Argumentaciones demasiado defensivas para explicar la que podría haber sido una operación arquitectónica realmente a la altura de la primera, o de las primeras, pinacotecas del mundo. Rafael Moneo tiene el dudoso honor, de haber realizado una ampliación del Prado que, como Wally, en el mejor de los casos, pasa totalmente desapercibida.
Se veía venir. El desarrollo del concurso inicial está envuelto en una leyenda urbano/arquitectónica de lo más variopinta. Que si Foster se retira al constatar la estrechez del marco normativo. Que si el jurado confunde las propuestas. En definitiva, todo tipo de rumores y maledicencias, que acaban en la selección de diez finalistas, entre los que se encuentra una elegantísima maqueta de unos, jovencísimos entonces, arquitectos de la Escuela de Madrid, Matos y Castillo. Las siguientes fases del concurso concluyen con la selección del proyecto del prestigioso arquitecto Rafael Moneo que, frente a lo planteado inicialmente, ocupa el claustro de los Jerónimos.
A partir de ese momento, se arma la marimorena. Asociaciones de vecinos se levantan en armas en defensa de una ruina del barrio que, por algún extraño motivo, consideran de su propiedad. Pleitos, amenazas y manifestaciones. Balcones con sábanas con incomprensibles mensajes apocalípticos. Reconozco que, en ese punto de la historia, a pesar de no encontrar nada extraordinario en lo que se conocía del proyecto de Moneo, me erigí en defensor de la invisible propuesta frente a la irracional masa balconera, demasiado acostumbrada a ser escuchada en razón exclusivamente de su número. Moneo, presumiblemente muy presionado, elabora modificación tras modificación hasta conseguir el ansiado consenso. O silencio, quien sabe. De esta forma aparece la primera gran excusa: “Solamente Moneo era capaz de sacar adelante un proyecto tan controvertido”.
Las dos siguientes las ha esgrimido el propio autor al explicar su ampliación una vez finalizada: “No había más espacio” y “no era el momento para que un arquitecto levantara un edificio a su mayor gloria”. No entiendo ninguna de ellas. La relativa a la cantidad de espacio es más que sorprendente teniendo en cuenta que la ocupación del claustro no entraba inicialmente en los planes de la ampliación. Y con respecto a la segunda, me planteo la siguiente pregunta: ¿a qué se refiere Moneo? ¿Quiere decir que, en según qué casos, el arquitecto debe renunciar a parte de su forma de hacer, para adaptarse a criterios más generales pero ajenos? Si eso es así, ¿quién determina cuales son estos casos excepcionales? Y en el supuesto de que eso fuera un acierto, ¿por qué no actuar siempre de esa forma?; ¿no supone esto, un menosprecio al resto de sus obras? No me lo acabo de creer. Entiendo más bien que cuando los arquitectos nos escudamos en un supuesto bien común, estamos escondiendo bajo la alfombra nuestra propia falta de criterio para acometer el proyecto.
Curiosamente las vegetales puertas (de salida, ¡qué lástima!) de Cristina Iglesias y la sala que corresponde a la rehabilitación del claustro (vaya esto por los de las sábanas en los balcones) son los dos únicos elementos con algo de carácter de toda la ampliación. El gesto triangular del enorme vestíbulo, que tristemente ha terminado con el salón de actos de García de Paredes, no tiene espacialmente la fuerza que hacían presuponer los planteamientos iniciales; quizás por su excesiva vocación de responder sistemáticamente a todo su perímetro histórico en lugar de erigirse en orgulloso protagonista de la ampliación. El conocimiento de la historia del cual Moneo es sin duda un auténtico maestro, cobra todo su sentido en el momento en que matiza y enriquece la propuesta contemporánea. En caso de que falte ésta, todos estos matices y apuntes se transforman en citas desordenadas y superfluas. Sin idea en cuanto a lo que de recorrido puede tener un museo actual, las escaleras mecánicas se pelean en su disposición y trazado con unas salitas diminutas y aparentemente residuales. La llamada linterna, está construida con una perfilería tan gruesa que se acerca peligrosamente a los cerramientos de terraza, con palillería y cuarterones, e introduce la luz natural (y artificial) en las dos salas principales con excesiva brusquedad y evidencia. El abigarrado salón de actos se empastela con maderas supongo que nórdicas, y los estucos rojos pompeyanos tienen la discutible misión de conferir carácter histórico y noble a salas bastante insípidas. Finalmente, el edificio administrativo que enclaustra el claustro (imaginativo juego de palabras, creado por alguien que no sabe aun que un claustro, por definición, está enclaustrado), pretende, con sus ritmos de huecos, con su ladrillo rojo madrileño o su chapado de piedra en función de la fachada colindante, para dar gusto a todos en una enésima solución pactada. Creo que, en el fondo, lo que querría el mal llamado cubo, es hacerse invisible.
Entiendo la enorme dificultad programática y mediática de un proyecto como éste. Pero también creo que si el arquitecto hubiera buscado con más decisión una solución comprometida con su propia manera de entender la arquitectura, en lugar de una solución de compromiso entre demasiadas partes, los beneficiados hubiéramos sido todos. En resumen, y siguiendo con los dichos populares, “para este viaje no hacían falta alforjas”. Para hacer una propuesta tan anodina, en tan escaso sitio según dicen, y en la que el arquitecto tenía que asumir no sé que papel gris de canalizador de supuestos deseos mayoritarios, no hacía falta montar toda la parafernalia que se ha montado. No hacía falta buscar una figura y obligarla a que se plegara a los deseos de todos y cada uno de los que elevaban la voz como interlocutores válidos. Y, desde luego, lo más prescindible, es que se nos presente la operación como una cosa distinta de lo que realmente es: Un aburrimiento y una enorme oportunidad perdida, que no manifestará más claramente sus carencias porque, al contrario que la ampliación, la pinacoteca del Prado, sí es verdaderamente excepcional.
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