jueves, marzo 25, 2010

Para gustos: los colores. Por los cojones.


"Autor: Luis de la Cuadra; publicado en soitu.es en enero de 2009"

El gusto es el sentido corporal con el que se perciben las sustancias químicas disueltas, es el sabor que tienen las cosas. Pero también es el placer experimentado con algún motivo y la facultad de sentir o apreciar (comprender) lo bello o lo feo. Es la cualidad, forma o manera que hace bello o feo algo. Dado que no hablamos de sustancias químicas ni de cocina, sino de lo que entendemos bello o feo, debemos suponer que una opinión dispone de una evaluación previa, con algún criterio. Podremos no compartir los criterios de la evaluación, pero siempre deberíamos ser capaces de comprender la crítica. Pues no.

Y es que siempre hay quien emite su sentencia y como justificación, tira de refranero. Eleva los hombros y con gesto adusto, se apoya en siglos de tradición oral. Concluye su evaluación de cualquier cuestión con el refrán y zanja así cualquier posible discusión. Ante tamaña barrera defensiva, ni se puede ni se debe seguir hablando. Además tampoco merece la pena el esfuerzo porque este “crítico” ha desactivado, si es que la tenía, su capacidad crítica.

A este tipo de conclusión parecen llegar dos personajes teóricamente antagónicos en el campo del conocimiento:

El primer personaje es el ignorante de cualquier antecedente histórico o cultural sobre el asunto considerado, que reduce la actividad crítica a la intuición y a una escala de valores personal e intransferible. Se trata de una actitud defensiva que evita conversaciones que podrían descubrir carencias que le avergüencen.

El segundo personaje es en cambio el experto. Cuenta con unos razonamientos aprendidos y a menudo asumidos, dispone de numerosos conocimientos sobre el asunto que evalúa y ha leído lo que otros han dicho al respecto. Y tiene miedo. Un miedo profundo a salirse de la foto, a discrepar. Estará siempre pendiente de las críticas ya realizadas por quienes tienen “un Nombre”. Jamás contradirá, es más que probable que ni siquiera piense. Realizará una sublimación del saber (del que dispone y del que intuye), convirtiéndolo en algo de carácter cuasi divino. Envolverá su discurso en un misterio donde desaparecen las razones y produce una crítica-mística incomprensible. Esta actitud ¿crítica?, intenta impedir que otros reinterpreten textos, replanteen tradiciones o duden. A estos temerarios que intenten pensar se les tachará de temerarios, se les insultará, se les hará ver que se definen innecesariamente, que sólo se debe hablar de lo que se conoce, de lo probado… y ¡Silencio, que estamos en Misa!

Con esta indefinición del crítico experto en moverse en ambientes líquidos, en realidades amorfas y sin principios, resulta comprensible e inteligente la actitud defensiva del ignorante. Afortunadamente para quienes ignoramos, siempre quien va a su aire, con la osadía o la insensatez suficiente para decir lo que piensa, para desdecirse, para pensar. La próxima publicación (marzo 2009) del libro con la tesis doctoral de María Fullaondo, dirigida por Maria Teresa Muñoz sobre las viviendas del MOMA; en la que además de la tesis incluye opiniones sobre el concurso de la ampliación y la reciente exposición (de este verano), es prueba de ello.

Gracias a la crítica-mística, disponemos en el campo del Arte de un campo abonado de subjetividad, inaccesible a la razón, apto sólo para unos pocos elegidos, para los llamados “artistas” y por supuesto para sus críticos. Pero pensar como yo pensaba que el “buen gusto” se le debe presuponer a un artista, es de una ingenuidad que merece el mejor revolcón, y en mi caso tras la humillación dialéctica, la revisión de algunos planteamientos.

Leí, atribuido a Fernando Higueras (aunque podría corresponder a Antonio Miro como muchas otras cosas), que un arquitecto es ese profesional que justifica sus errores técnicos por cuestiones artísticas mientras excusa sus atrocidades artísticas con razones técnicas. En campos relativamente próximos hay quien proclama que algo le gusta porque es de color rosa, o no le gusta porque es de color gris, o porque se lleva este año, exhibiendo sin rubor una pasmosa ausencia de criterio. Usando el diccionario, confirmamos que el color es una propiedad de la luz transmitida, reflejada o emitida por un objeto y depende de su longitud de onda. No son bellos ni feos. Puede serlo su disposición, su adecuación a un entorno, a un sentimiento, en una determinada situación o podemos sentir terror ante su presencia por nuestros propios fantasmas. Pero un color no gusta o disgusta. Un color es una propiedad.

Y es que si renunciamos a la presencia de la razón en el campo del Arte (aunque en ocasiones sea por su ausencia), reducimos el Arte a un sistema defensivo de cierta élite. Se justificará entonces que su saber se atribuya a los genes, una especie de herencia mística indescifrable y transmitida de forma misteriosa de padres a hijos, algunos saldrán “geniales”, pero siempre pertenecerán a un grupo familiar del Arte. Resultará por tanto innecesario su estudio, su comprensión e inútil el esfuerzo de búsqueda de la belleza.

Por el contrario. Me interesa mucho más la lógica de Adelfa F. argumentando que lo verdaderamente innato es el “mal gusto”, tal como puede comprobarse frente a esos escaparates donde los comerciantes del todo a cien orean sus peores instintos, en los adornos navideños, o en los estridentes colores que captan la atención de los más pequeños. Partiendo de esta materia prima, el “buen gusto” se debe a una cultura (cada cultura tendrá su propio buen gusto), a un momento histórico de esa cultura, de esa tradición, de esa sociedad. Se debe a una relación entre valores aprendidos o eliminados por los artistas de sociedad en cada momento, se iría elaborando a base de sucesivas eliminaciones e incorporaciones culturales. Difícil, pero posible.

Vale.

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