CAUSALGIA URBANA
"Autora: María Asunción Salgado; publicado en soitu.es en marzo de 2009"
Por todos es sabido que la estructura propia de cualquier ciudad es, o debería ser un esquema cambiante.
Su similitud con un organismo vivo la hace susceptible de crecer, evolucionar e incluso desaparecer; y su vida al igual que la nuestra, ha de pasar forzosamente por un sinfín de transformaciones que resultarán más o menos significativas a nuestros ojos dependiendo del intervalo de tiempo estudiado.
Sin embargo, dada la envergadura de las ciudades, la franja temporal en la que se producen estos cambios transferidos a nuestra escala (tanto física como cronológica), hace que cualquier perturbación en su estructura nos parezca lenta. De la misma forma, cualquier suceso que altere el ritmo lógico de evolución al que estamos acostumbrados nos costará digerirlo, máxime si va acompañado de un suceso tan trágico como los atentados que azotaron Nueva York, Madrid o Londres.
Ninguno de los que vivimos los atentados desde una posición más o menos cercana a estos lugares podremos olvidar lo sucedido; ni tan siquiera podríamos decir si una tragedia fue igual o mayor que otra, sin embargo la ciudad sí.
El atentado de Madrid tenía como objetivo atacar las arterias de comunicación, por lo que volaron los trenes. En Londres el atentado se produjo en el metro. Ambas heridas sanaron ya que al tratarse de infraestructuras imprescindibles para la subsistencia de la urbe, hubieron de ser reparadas con prontitud. Los únicos cambios apreciables en los puntos afectados consistieron en la construcción de arquitecturas que dejaran constancia de lo allí acontecido. A modo de cicatrices, los elementos conmemorativos se ocupan de recordarnos a las víctimas en el lugar del suceso, cambiando de alguna manera el mapa de su superficie.
El caso de Nueva York no ha sido tan sencillo. Hasta el pasado 11 de septiembre de 2001, nadie hubiera cuestionado el Skyline de Manhattan, una imagen presente en el subconsciente colectivo tras décadas de bombardeo cinematográfico.
Por alguna razón las ausencias arquitectónicas nos generan mayor confusión, quizá por constituir el icono visible de algo que suponíamos indestructible y que sigue presente en nuestro recuerdo. No es por casualidad que se presuponga a la arquitectura unas cualidades de perdurabilidad para las que no siempre está a la altura.
Aparte de las implicaciones morales que se le asocian en número de muertos y daños materiales, la drástica transformación que supuso el derrumbe de las torres del World Trade Center fue demasiado veloz para poder ser asimilado de manera natural. Al igual que le hubiera sucedido a un organismo vivo, la desaparición de las torres gemelas supuso una amputación.
Los médicos emplean un término que resulta muy ilustrativo para este caso. Se denomina causalgia o síndrome del miembro fantasma, a la sensación que experimenta un individuo al que le ha sido amputado un miembro, cuando afirma que en el extremo inexistente del mismo le pica.
Pues bien, las torres gemelas aun nos pican. Como un mal sueño, las imágenes de las colisiones y el estrepitoso derrumbe nos persiguen creando en nuestras mentes la fantasmagórica sensación de la ausencia. Una sensación que no mejora con la presencia de las vallas de obra que acotan el solar aun vacío, como las vendas sobre una herida abierta al sur de Manhattan.
Casi tres largos años han transcurrido desde que en abril de 2006 se diera el pistoletazo de salida para la construcción de la Torre de la Libertad en sustitución de las torres gemelas. Fue por estas fechas cuando las empresas responsables del proyecto (Silverstein y Port Authority) anunciaron que el nuevo centro financiero estaría terminado entre 2010 y 2012. Poco después, se apresuraron a anunciar que la fecha final aun sería una incógnita.
Los motivos de este retraso son numerosos. No hay que olvidar que el hallazgo de nuevos restos humanos hace tres años obligó a paralizar la política de desescombro que se venía realizando.
Pero sin duda el problema principal tiene que ver con la coordinación de los proyectos de reconstrucción. Detrás de los numerosos proyectos implicados se esconde una realidad económica: muchos propietarios del terreno.
A la torre de la libertad de Daniel Libeskind y David Childs, se unen las torres 2, 3 y 4 obra de los arquitectos Fumihiko Maki, Richard Rogers y Norman Foster; edificios dedicados a oficinas y zona comercial; el Memorial, un centro de las artes, un área en memoria de las víctimas, de Michael Arad y el paisajista Peter Walker; un Museo dedicado a los fallecidos de los noruegos Snohetta; y un intercambiador de transporte de Santiago Calatrava al que se le achacan las principales causas del parón de las obras.
Por si esto no fuera suficiente, desde algunos estamentos (entre los que destacan algunas asociaciones de familiares de las víctimas) surgen opiniones muy críticas contra la nueva imagen que se proyecta para el complejo. Nada nuevo si recordamos la propuesta anti-cambio del magnate Donald Trump para reconstruir de nuevo las torres gemelas a imagen y semejanza de sus predecesoras.
Para muchas personas será imposible olvidar lo sucedido pero evitar referirse a estos hechos de manera directa no ayuda. Se sigue tratando con pudor la palabra vacío recurriendo a frases como “liberalización vertical”, o “huellas de recuerdo”. Parece que de seguir ese camino nunca podremos aceptar el cambio al que el sur de Manhattan se ha visto forzado tras la tragedia.
A fecha de hoy empezamos a vislumbrar el final de esta aventura, un final en forma de esqueleto de acero que comienza a emerger de la cota de su base. Por una parte el mundo espera expectante la finalización de unas obras, para cuyo resultado puede que no estemos aun preparados.
No hay que olvidar que la amputación sufrida fue atroz y aunque necesitemos seguir adelante, debemos estar preparados: puede que nos cueste adaptarnos a las nuevas prótesis.
Por todos es sabido que la estructura propia de cualquier ciudad es, o debería ser un esquema cambiante.
Su similitud con un organismo vivo la hace susceptible de crecer, evolucionar e incluso desaparecer; y su vida al igual que la nuestra, ha de pasar forzosamente por un sinfín de transformaciones que resultarán más o menos significativas a nuestros ojos dependiendo del intervalo de tiempo estudiado.
Sin embargo, dada la envergadura de las ciudades, la franja temporal en la que se producen estos cambios transferidos a nuestra escala (tanto física como cronológica), hace que cualquier perturbación en su estructura nos parezca lenta. De la misma forma, cualquier suceso que altere el ritmo lógico de evolución al que estamos acostumbrados nos costará digerirlo, máxime si va acompañado de un suceso tan trágico como los atentados que azotaron Nueva York, Madrid o Londres.
Ninguno de los que vivimos los atentados desde una posición más o menos cercana a estos lugares podremos olvidar lo sucedido; ni tan siquiera podríamos decir si una tragedia fue igual o mayor que otra, sin embargo la ciudad sí.
El atentado de Madrid tenía como objetivo atacar las arterias de comunicación, por lo que volaron los trenes. En Londres el atentado se produjo en el metro. Ambas heridas sanaron ya que al tratarse de infraestructuras imprescindibles para la subsistencia de la urbe, hubieron de ser reparadas con prontitud. Los únicos cambios apreciables en los puntos afectados consistieron en la construcción de arquitecturas que dejaran constancia de lo allí acontecido. A modo de cicatrices, los elementos conmemorativos se ocupan de recordarnos a las víctimas en el lugar del suceso, cambiando de alguna manera el mapa de su superficie.
El caso de Nueva York no ha sido tan sencillo. Hasta el pasado 11 de septiembre de 2001, nadie hubiera cuestionado el Skyline de Manhattan, una imagen presente en el subconsciente colectivo tras décadas de bombardeo cinematográfico.
Por alguna razón las ausencias arquitectónicas nos generan mayor confusión, quizá por constituir el icono visible de algo que suponíamos indestructible y que sigue presente en nuestro recuerdo. No es por casualidad que se presuponga a la arquitectura unas cualidades de perdurabilidad para las que no siempre está a la altura.
Aparte de las implicaciones morales que se le asocian en número de muertos y daños materiales, la drástica transformación que supuso el derrumbe de las torres del World Trade Center fue demasiado veloz para poder ser asimilado de manera natural. Al igual que le hubiera sucedido a un organismo vivo, la desaparición de las torres gemelas supuso una amputación.
Los médicos emplean un término que resulta muy ilustrativo para este caso. Se denomina causalgia o síndrome del miembro fantasma, a la sensación que experimenta un individuo al que le ha sido amputado un miembro, cuando afirma que en el extremo inexistente del mismo le pica.
Pues bien, las torres gemelas aun nos pican. Como un mal sueño, las imágenes de las colisiones y el estrepitoso derrumbe nos persiguen creando en nuestras mentes la fantasmagórica sensación de la ausencia. Una sensación que no mejora con la presencia de las vallas de obra que acotan el solar aun vacío, como las vendas sobre una herida abierta al sur de Manhattan.
Casi tres largos años han transcurrido desde que en abril de 2006 se diera el pistoletazo de salida para la construcción de la Torre de la Libertad en sustitución de las torres gemelas. Fue por estas fechas cuando las empresas responsables del proyecto (Silverstein y Port Authority) anunciaron que el nuevo centro financiero estaría terminado entre 2010 y 2012. Poco después, se apresuraron a anunciar que la fecha final aun sería una incógnita.
Los motivos de este retraso son numerosos. No hay que olvidar que el hallazgo de nuevos restos humanos hace tres años obligó a paralizar la política de desescombro que se venía realizando.
Pero sin duda el problema principal tiene que ver con la coordinación de los proyectos de reconstrucción. Detrás de los numerosos proyectos implicados se esconde una realidad económica: muchos propietarios del terreno.
A la torre de la libertad de Daniel Libeskind y David Childs, se unen las torres 2, 3 y 4 obra de los arquitectos Fumihiko Maki, Richard Rogers y Norman Foster; edificios dedicados a oficinas y zona comercial; el Memorial, un centro de las artes, un área en memoria de las víctimas, de Michael Arad y el paisajista Peter Walker; un Museo dedicado a los fallecidos de los noruegos Snohetta; y un intercambiador de transporte de Santiago Calatrava al que se le achacan las principales causas del parón de las obras.
Por si esto no fuera suficiente, desde algunos estamentos (entre los que destacan algunas asociaciones de familiares de las víctimas) surgen opiniones muy críticas contra la nueva imagen que se proyecta para el complejo. Nada nuevo si recordamos la propuesta anti-cambio del magnate Donald Trump para reconstruir de nuevo las torres gemelas a imagen y semejanza de sus predecesoras.
Para muchas personas será imposible olvidar lo sucedido pero evitar referirse a estos hechos de manera directa no ayuda. Se sigue tratando con pudor la palabra vacío recurriendo a frases como “liberalización vertical”, o “huellas de recuerdo”. Parece que de seguir ese camino nunca podremos aceptar el cambio al que el sur de Manhattan se ha visto forzado tras la tragedia.
A fecha de hoy empezamos a vislumbrar el final de esta aventura, un final en forma de esqueleto de acero que comienza a emerger de la cota de su base. Por una parte el mundo espera expectante la finalización de unas obras, para cuyo resultado puede que no estemos aun preparados.
No hay que olvidar que la amputación sufrida fue atroz y aunque necesitemos seguir adelante, debemos estar preparados: puede que nos cueste adaptarnos a las nuevas prótesis.
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