¿Conocimiento a crédito o a débito?
"Autor: Diego Fullaondo; publicado en soitu.es en noviembre de 2008"
Hace unos días un buen amigo arquitecto, compañero de la universidad y excelente pintor, Uriel Seguí, me dejó un artículo del filósofo José Luis Pardo, publicado en Claves que versaba sobre la reforma de las universidades. Se titula “El Conocimiento Líquido”. El magnífico y extenso ensayo es una visión muy crítica con el perverso desplazamiento que está sufriendo el tratamiento del conocimiento impartido en las universidades europeas. Desde la manida frase, “la universidad está para formar buenos profesionales” hasta la denominación de las viejas asignaturas como “créditos”, todo el saber se imparte, recibe, investiga y comunica dentro al universo de lo económico, del dinero. Paradójicamente, como señala José Luis Pardo, es la izquierda europea, la que abraza con más entusiasmo este giro de la universidad hacia el modelo sajón, o más exactamente, estadounidense: formación al servicio de las leyes del mercado, de la ley de la oferta y la demanda, del neo-liberalismo tan denostado en estos tiempos de sobresaltos.
¿Qué ocurre con aquellas titulaciones cuya rentabilidad económica no está garantizada a corto o cortísimo plazo? ¿Qué hacemos con casi todas las humanidades, que tienen enormes dificultades para cuantificar en términos económicos su posible interés? El artículo bucea en las evidentes contradicciones y dificultades de este cuestionable modelo, que al parecer pasaron y siguen pasando desapercibidas a sus valedores. No podría en este breve texto profundizar en una temática tan importante y especializada. Pero sí puedo apuntar algunas cuestiones de interés general desde mi perspectiva particular de profesor en arquitectura.
Realmente el súbito intercambio terminológico que se ha producido entre palabras como asignatura, materia, o contenido, por el vocablo genérico, crédito, es muy significativo. El saber trasmitido se entiende ahora como una deuda (crédito) que el alumno adquiere con la sociedad. Una deuda que deberá, como todas, pagar lo antes posible. Esta forma de entender el proceso de formación tiene unas consecuencias que van mucho más allá del beneficioso énfasis en la responsabilidad social que hipotéticamente se deseaba (supongo) implantar en el alumno. Por ejemplo: Si efectivamente es una deuda, cuanto menor sea, mejor para el alumno, menos tendrá que devolver. Cuanto menos aprenda, menos se le pedirá a cambio. Si efectivamente es una deuda, el alumno tiene derecho a exigir que aquello que se le entrega, le capacite para reintegrar después su importe con la mayor rapidez. Tiene el derecho e incluso la obligación de ignorar aquellos contenidos (con perdón) que considere inútiles o innecesarios para afrontar las obligaciones que está adquiriendo.
No sé a otros profesores, pero a mí me resulta intranquilizador pensar en el estado de ánimo de un alumno perplejo ante la contradicción constante en la que su esfuerzo por saber más, su dedicación creciente, a pesar de inexplicables sensaciones placenteras que puedan producirle, conducen indefectiblemente a aumentar el valor de la hipoteca que están contratando. El saber ya no es dinero en el banco como se decía antes. Ya no son los ahorrillos que laboriosamente hemos acumulado para enfrentarnos a las vicisitudes que la vida nos presente. Tampoco es que no valga nada, que estemos como estábamos antes de saber nada. El saber es ahora el importe exacto de nuestra deuda. Por algún motivo (lo siento por los anticlericales), pienso en la parábola de los talentos. Pero mucho peor. Aquí solo se acepta el pago en metálico y con unos plazos estrictos que empiezan a contar desde el momento justo de acabar tu carrera universitaria.
Si extraña debe ser sensación del alumno endeudándose en cada paso formativo, existe un instante aún más absurdo: El final de la carrera; es decir, el día de la firma de la hipoteca en el banco. Ya era antes un momento complicado, donde quien más quien menos, sentía el gusanillo de la responsabilidad de tener que empezar a demostrar, en el mundo real decían, su auténtica valía. Además de esto, ahora los pobres recién titulados salen de la sucursal bancaria con la escritura de propiedad, pero también con la certeza de que en treinta días, pasarán el primer recibo al cobro.
Como es lógico, tampoco ayuda este escenario a la calidad del trabajo realizado por los jóvenes. El vigoroso ímpetu que sus nuevas ideas podrían aportar a la investigación y al desarrollo del conocimiento, se ve seriamente cercenado por la obligatoriedad de pagar el recibo de fin de mes. Por necesidad, huyen hacia actividades con rentabilidades más inmediatas, con frustración e impotencia, que con frecuencia les lleva a criticar injusta pero comprensiblemente todo aquello que aprendieron y que ahora parece que nadie valora. Exigen un reconocimiento acorde con la enorme deuda que han adquirido y sienten una decepción profunda cuando se descubren incapaces de pagarla inmediatamente tal y como habían imaginado.
La interiorización profunda que ya se ha producido de toda esta jerga mercantil por parte de todos los participantes en este intercambio, ahora económico, es posible que produzca algunos efectos positivos, pero a mí, sinceramente, se me escapan. Creo que no han mejorado ni el profesor, convertido en este esquema en el apático notario que da fe con desgana; ni el alumno, el asustado deudor; ni, lo que es más importante, el propio conocimiento, el bien hipotecado. Más bien todo lo contrario.
Demasiada presión que, como dice José Luis Pardo, licua el sólido conocimiento de antaño. Lo hace blandito y fácil de tragar. Lo divide además en trocitos más digeribles, cursos, grados, masters y post-grados, mini-créditos que se puedan devolver más fácilmente al banco (una idea para el futuro inmediato que regalo a algún avispado empresario de la educación de los que tanto abundan: montar una empresa que renegocie nuestros múltiples créditos de saber para unificarlos en uno solo y reducir la cuota mensual a pagar. El problema supongo que es el plazo)
En fin, sin ánimo de ofender y desde la resistencia, ahora mismo hay que ser un insensato o un rico estrafalario para dedicarse al saber. Justo como pasaba siglos atrás. Ni Internet, ni democratización, ni sociedad del conocimiento, ni leches. Con el crédito, el conocimiento se va al carajo. Puestos a manejar la verborrea económica, al menos yo, mucho o poco, pago a débito.
Hace unos días un buen amigo arquitecto, compañero de la universidad y excelente pintor, Uriel Seguí, me dejó un artículo del filósofo José Luis Pardo, publicado en Claves que versaba sobre la reforma de las universidades. Se titula “El Conocimiento Líquido”. El magnífico y extenso ensayo es una visión muy crítica con el perverso desplazamiento que está sufriendo el tratamiento del conocimiento impartido en las universidades europeas. Desde la manida frase, “la universidad está para formar buenos profesionales” hasta la denominación de las viejas asignaturas como “créditos”, todo el saber se imparte, recibe, investiga y comunica dentro al universo de lo económico, del dinero. Paradójicamente, como señala José Luis Pardo, es la izquierda europea, la que abraza con más entusiasmo este giro de la universidad hacia el modelo sajón, o más exactamente, estadounidense: formación al servicio de las leyes del mercado, de la ley de la oferta y la demanda, del neo-liberalismo tan denostado en estos tiempos de sobresaltos.
¿Qué ocurre con aquellas titulaciones cuya rentabilidad económica no está garantizada a corto o cortísimo plazo? ¿Qué hacemos con casi todas las humanidades, que tienen enormes dificultades para cuantificar en términos económicos su posible interés? El artículo bucea en las evidentes contradicciones y dificultades de este cuestionable modelo, que al parecer pasaron y siguen pasando desapercibidas a sus valedores. No podría en este breve texto profundizar en una temática tan importante y especializada. Pero sí puedo apuntar algunas cuestiones de interés general desde mi perspectiva particular de profesor en arquitectura.
Realmente el súbito intercambio terminológico que se ha producido entre palabras como asignatura, materia, o contenido, por el vocablo genérico, crédito, es muy significativo. El saber trasmitido se entiende ahora como una deuda (crédito) que el alumno adquiere con la sociedad. Una deuda que deberá, como todas, pagar lo antes posible. Esta forma de entender el proceso de formación tiene unas consecuencias que van mucho más allá del beneficioso énfasis en la responsabilidad social que hipotéticamente se deseaba (supongo) implantar en el alumno. Por ejemplo: Si efectivamente es una deuda, cuanto menor sea, mejor para el alumno, menos tendrá que devolver. Cuanto menos aprenda, menos se le pedirá a cambio. Si efectivamente es una deuda, el alumno tiene derecho a exigir que aquello que se le entrega, le capacite para reintegrar después su importe con la mayor rapidez. Tiene el derecho e incluso la obligación de ignorar aquellos contenidos (con perdón) que considere inútiles o innecesarios para afrontar las obligaciones que está adquiriendo.
No sé a otros profesores, pero a mí me resulta intranquilizador pensar en el estado de ánimo de un alumno perplejo ante la contradicción constante en la que su esfuerzo por saber más, su dedicación creciente, a pesar de inexplicables sensaciones placenteras que puedan producirle, conducen indefectiblemente a aumentar el valor de la hipoteca que están contratando. El saber ya no es dinero en el banco como se decía antes. Ya no son los ahorrillos que laboriosamente hemos acumulado para enfrentarnos a las vicisitudes que la vida nos presente. Tampoco es que no valga nada, que estemos como estábamos antes de saber nada. El saber es ahora el importe exacto de nuestra deuda. Por algún motivo (lo siento por los anticlericales), pienso en la parábola de los talentos. Pero mucho peor. Aquí solo se acepta el pago en metálico y con unos plazos estrictos que empiezan a contar desde el momento justo de acabar tu carrera universitaria.
Si extraña debe ser sensación del alumno endeudándose en cada paso formativo, existe un instante aún más absurdo: El final de la carrera; es decir, el día de la firma de la hipoteca en el banco. Ya era antes un momento complicado, donde quien más quien menos, sentía el gusanillo de la responsabilidad de tener que empezar a demostrar, en el mundo real decían, su auténtica valía. Además de esto, ahora los pobres recién titulados salen de la sucursal bancaria con la escritura de propiedad, pero también con la certeza de que en treinta días, pasarán el primer recibo al cobro.
Como es lógico, tampoco ayuda este escenario a la calidad del trabajo realizado por los jóvenes. El vigoroso ímpetu que sus nuevas ideas podrían aportar a la investigación y al desarrollo del conocimiento, se ve seriamente cercenado por la obligatoriedad de pagar el recibo de fin de mes. Por necesidad, huyen hacia actividades con rentabilidades más inmediatas, con frustración e impotencia, que con frecuencia les lleva a criticar injusta pero comprensiblemente todo aquello que aprendieron y que ahora parece que nadie valora. Exigen un reconocimiento acorde con la enorme deuda que han adquirido y sienten una decepción profunda cuando se descubren incapaces de pagarla inmediatamente tal y como habían imaginado.
La interiorización profunda que ya se ha producido de toda esta jerga mercantil por parte de todos los participantes en este intercambio, ahora económico, es posible que produzca algunos efectos positivos, pero a mí, sinceramente, se me escapan. Creo que no han mejorado ni el profesor, convertido en este esquema en el apático notario que da fe con desgana; ni el alumno, el asustado deudor; ni, lo que es más importante, el propio conocimiento, el bien hipotecado. Más bien todo lo contrario.
Demasiada presión que, como dice José Luis Pardo, licua el sólido conocimiento de antaño. Lo hace blandito y fácil de tragar. Lo divide además en trocitos más digeribles, cursos, grados, masters y post-grados, mini-créditos que se puedan devolver más fácilmente al banco (una idea para el futuro inmediato que regalo a algún avispado empresario de la educación de los que tanto abundan: montar una empresa que renegocie nuestros múltiples créditos de saber para unificarlos en uno solo y reducir la cuota mensual a pagar. El problema supongo que es el plazo)
En fin, sin ánimo de ofender y desde la resistencia, ahora mismo hay que ser un insensato o un rico estrafalario para dedicarse al saber. Justo como pasaba siglos atrás. Ni Internet, ni democratización, ni sociedad del conocimiento, ni leches. Con el crédito, el conocimiento se va al carajo. Puestos a manejar la verborrea económica, al menos yo, mucho o poco, pago a débito.
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