miércoles, junio 30, 2010

Carlos de Inglaterra: Un tampax para la arquitectura moderna

"Autor: Diego Fullaondo; publicado en soitu.es en julio de 2009"

Me cuentan que el ilustre Carlos de Inglaterra ha dimitido como patrocinador de una importante sociedad británica dedicada a la Protección de Edificios Antiguos. Al parecer el motivo de la dimisión ha sido el rechazo de un prólogo escrito por nuestro experto en tampax y arquitectura, para un manual de restauración de edificios que la vieja institución pretendía publicar. En el citado escrito el gran Carlos, renegaba de su contemporánea y surrealista ilusión de convertirse en un tampón humano, para abogar por la prohibición absoluta de utilizar ningún elemento de la arquitectura moderna en las intervenciones sobre edificios antiguos. ¡Cómo debía ser el texto para que hasta los rancios miembros de la sociedad de marras le sugirieran ablandarlo un poco!
La verdad es que yo he llegado tarde a la restauración y rehabilitación de edificios. Me ha costado mucho aplacar la irracional antipatía que me producía, ya en tiempos escolares, esta escueta variante de la disciplina dedicada a estudiar e intentar reproducir en los tiempos actuales aquello que se hacía hace cientos de años. Los motivos que se esgrimían para defender este antinatural ejercicio de anacrónica cirugía estética eran siempre el respeto a la tradición y la necesidad de mantener viva nuestra memoria. Falacias demasiado burdas que simplemente escondían bajo el frágil escudo del aprecio por lo antiguo su ineptitud, su desconcierto y su profunda incapacidad para proponer nada nuevo (y diría más: su incomprensión del valor real de lo antiguo).
Con el paso de los años he ido matizando estas viscerales y juveniles convicciones que me empujaron a afirmar con rotundidad excesiva que todo lo viejo debía ser destruido para dejar sitio a lo contemporáneo. Sin embargo, mi cambio no se ha fundamentado en aquellos pueriles argumentos conservacionistas y cobardes que me enseñaron. O, por lo menos, no prioritariamente en ellos. Han sido dos los motivos que me han llevado a progresivamente apreciar la recuperación y reutilización de edificios antiguos. El primero de carácter estético y el segundo, si se quiere, ético:
Tal y como he comentado en alguna ocasión, en arquitectura, uno más uno, puede y suele dar más de dos. Cuando ponemos en contacto directo dos arquitecturas de épocas diferentes, el propio contraste entre las dos situaciones diversas se erige como un elemento clarificador del conjunto, con valores autónomos, en muchos casos superiores a los de los sumandos. La presentación brutal de la diferencia hace más patentes las cualidades exclusivas de cada una de las partes al mismo tiempo que disimula sus defectos o aspectos más superfluos.
Conservar y restaurar exclusivamente lo antiguo supone renunciar a avanzar. Destruir para sustituir por algo completamente nuevo exige la certeza absoluta de que lo nuevo es mejor que lo viejo. Yuxtaponer ambas situaciones implica:
a) Un menor nivel de exigencia de calidad para cada una de las partes; ni lo antiguo debe ser exclusivo y único (que no lo es casi nunca), ni el proyecto nuevo debe asumir en solitario el vacío generado por la destrucción de la otra parte. Dicho de otra forma: es más fácil acertar.
b) Un auténtico ejercicio de actualización de nuestra memoria. El blanco y el negro se implantan mejor en el recuerdo que el gris, que el hábito y la costumbre disuelve lentamente hasta el olvido.
c) Casi sin querer, se nos presenta paso del tiempo, la evolución de la historia, las variaciones en las formas de hacer, en las soluciones técnicas, etc… Esta lectura, esta conciencia temporal, es imposible obtenerla mediante la rehabilitación histórica pura o en la sustitución completa.
El segundo motivo es la ya inexcusable obligación de rentabilizar todos nuestros esfuerzos: económicos, energéticos y espaciales. Lo que es un auténtico despilfarro es tener la enorme herencia edificatoria de nuestras ciudades desocupada o infrautilizada. Antes de pensar en invadir más y más territorio, debemos sacar el máximo rendimiento a aquello que ya existe.
Y es indudable que para ser eficaces en este proceso no basta con reproducir literalmente las arquitecturas de siglos atrás. Nos debemos permitir el margen de maniobra suficiente para poder actualizar los usos de las edificaciones, para modificar sus volumetrías y para reestructurar los tejidos urbanos circundantes. Para que, en definitiva, estas operaciones resuelvan efectivamente las necesidades reales de la ciudad contemporánea. De no ser así, conseguiremos, como mucho, un pintoresco y costosísimo escenario de cartón piedra, falso e inútil que tendrá su terrible contrapunto en el crecimiento desaforado de los suburbios.
Por estos motivos y exactamente al contrario que el heredero británico, creo que lo que procedente es, salvo en casos muy excepcionales, prohibir la restauración de edificios antiguos en su “estilo original” (por utilizar su terminología). Prohibir la reproducción irreflexiva, falsa y cara de elementos y técnicas constructivas de otras épocas. Y sustituirla, eso sí, por la obligación de estudiar detalladamente aquellos elementos que es recomendable y posible conservar en su estado actual y, sobretodo, de introducir con decisión el lenguaje arquitectónico contemporáneo que facilite el uso real y diverso de la mestiza construcción resultante.
Recuerdo que cuando era pequeño, tiré un cuadro de casa de un balonazo prohibido. La pintura afectada era una correcta pero no excepcional acuarela de un pintor vasco de finales del siglo XIX. Aterrorizado desde el fondo del pasillo miraba como mi padre valoraba el siete que el impacto o la caída había producido en el histórico lienzo. Para mi sorpresa, la bronca y el castigo asociado fue mucho menor que mi propia valoración del delito. Unos días después, el cuadro volvía a estar colgado en la pared en su hueco exacto; pero habían aparecido sobre él otras cosas: trozos de tramas de grises de aquellas que se utilizaban en los planos, fotografías familiares recortadas, vibrantes líneas de rotuladores de varios grosores y colores, algunas series de letras rojas; y un diente que se me había caído hacía unos días y, como no, se había llevado el Ratoncito Pérez. La acuarela seguía allí; el siete también; pero era un cuadro nuevo. Y desde entonces lo sentí como propio.

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