La maldición de Damien (Hirst)
"Autora: María López; publicado en soitu.es en octubre de 2008"
Durero, Velázquez, Vermeer, Goya, Picasso… la tradición de la pintura ha profundizado sobre la relación del artista con la sociedad y ha planteado diversas reflexiones acerca de la naturaleza del Arte.
Durante el pasado siglo, el mercado del arte se ha encargado de regular gran parte de estas relaciones mediante la acción de galerías y museos o centros artísticos, en mayor o menor medida. Sin embargo, el cambio de siglo ha puesto sobre el tapete las rápidas transformaciones que estamos experimentando y que exigen, en el tema que nos ocupa, la revisión de los términos en los que el arte juega su papel en nuestros días.
En este sentido, Damien Hirst (Bristol, 1965) es el artista que más se ha esforzado por poner en jaque las reglas establecidas en el mercado del arte, haciendo saltar por los aires el statu quo vigente hasta ahora. Hace un par de semanas se subastaron en Sotheby’s varias piezas suyas que alcanzaron en la puja cerca de 140 millones de euros. La novedad no consistía en la altísima cotización conseguida sino que, por primera vez, un artista salía directamente a subasta sin pasar por la casilla de salida, o sea, prescindiendo de las galerías. Naturalmente, esto no ha resultado ser exactamente así. De hecho, el grupo o consorcio comprador está formado por sus galeristas, Gagosian y White Cube, y por el propio Hirst, entre otros.
La transgresión radica en la operación mediática tan desmesuradamente lucrativa. Hirst dispone de seis estudios repartidos por el Reino Unido, en los que trabajan unas 120 personas y cuenta con la asesoría de un genio de las finanzas. El resultado es que gran parte de la opinión pública se acabe escandalizando por ese afán de forrarse sin miramientos. Parece que la pureza del arte no puede contaminarse del factor dinero. Al menos, no de forma tan descarada, aunque la historia del arte esté plagada de muchísimos ejemplos que hablan de lo contrario. Si no que se lo pregunten a Dalí o a Warhol.
Pero ¿dónde queda su obra, animales en formol, vitrinas de pastillas, instalaciones con cigarrillos o sus composiciones caleidoscópicas conseguidas con alas de mariposa?. La gran contribución de Hirst es que incorpora y asume códigos del lenguaje específico del incipiente siglo XXI, tales como la publicidad, la provocación y la ironía, llevándolos hasta sus últimas consecuencias.
Aun cayendo en la banalidad, recupera los temas más clásicos. Nos recuerda la fugacidad de la vida, la existencia en suspensión dentro de una pecera. Retoma las viejas vanitas de la tradición pictórica, vanidad de vanidades ante la amenaza inexorable e incomprensible de la muerte. Recurriendo nuevamente a la cita bíblica, nos advierte, en definitiva, que seguimos adorando al Becerro de Oro (13’3 millones de euros en Sotheby’s).
Durero, Velázquez, Vermeer, Goya, Picasso… la tradición de la pintura ha profundizado sobre la relación del artista con la sociedad y ha planteado diversas reflexiones acerca de la naturaleza del Arte.
Durante el pasado siglo, el mercado del arte se ha encargado de regular gran parte de estas relaciones mediante la acción de galerías y museos o centros artísticos, en mayor o menor medida. Sin embargo, el cambio de siglo ha puesto sobre el tapete las rápidas transformaciones que estamos experimentando y que exigen, en el tema que nos ocupa, la revisión de los términos en los que el arte juega su papel en nuestros días.
En este sentido, Damien Hirst (Bristol, 1965) es el artista que más se ha esforzado por poner en jaque las reglas establecidas en el mercado del arte, haciendo saltar por los aires el statu quo vigente hasta ahora. Hace un par de semanas se subastaron en Sotheby’s varias piezas suyas que alcanzaron en la puja cerca de 140 millones de euros. La novedad no consistía en la altísima cotización conseguida sino que, por primera vez, un artista salía directamente a subasta sin pasar por la casilla de salida, o sea, prescindiendo de las galerías. Naturalmente, esto no ha resultado ser exactamente así. De hecho, el grupo o consorcio comprador está formado por sus galeristas, Gagosian y White Cube, y por el propio Hirst, entre otros.
La transgresión radica en la operación mediática tan desmesuradamente lucrativa. Hirst dispone de seis estudios repartidos por el Reino Unido, en los que trabajan unas 120 personas y cuenta con la asesoría de un genio de las finanzas. El resultado es que gran parte de la opinión pública se acabe escandalizando por ese afán de forrarse sin miramientos. Parece que la pureza del arte no puede contaminarse del factor dinero. Al menos, no de forma tan descarada, aunque la historia del arte esté plagada de muchísimos ejemplos que hablan de lo contrario. Si no que se lo pregunten a Dalí o a Warhol.
Pero ¿dónde queda su obra, animales en formol, vitrinas de pastillas, instalaciones con cigarrillos o sus composiciones caleidoscópicas conseguidas con alas de mariposa?. La gran contribución de Hirst es que incorpora y asume códigos del lenguaje específico del incipiente siglo XXI, tales como la publicidad, la provocación y la ironía, llevándolos hasta sus últimas consecuencias.
Aun cayendo en la banalidad, recupera los temas más clásicos. Nos recuerda la fugacidad de la vida, la existencia en suspensión dentro de una pecera. Retoma las viejas vanitas de la tradición pictórica, vanidad de vanidades ante la amenaza inexorable e incomprensible de la muerte. Recurriendo nuevamente a la cita bíblica, nos advierte, en definitiva, que seguimos adorando al Becerro de Oro (13’3 millones de euros en Sotheby’s).
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