jueves, febrero 11, 2010

Crisis III: Velocidades divergentes


"Autor: Diego Fullaondo; publicado en soitu.es en octubre de 2008"

Crisis es una palabra muy desgastada. Ya no sabemos demasiado bien qué significa. Supongo que en cada ámbito de conocimiento, la dichosa palabreja, tiene unas connotaciones diferentes. Los economistas acabaron de liarnos la cabeza con aquello de “dos trimestres consecutivos con crecimiento negativo”. Comentaba este artículo con Ciro Márquez hace unos días y con gran precisión me dijo que, a bote pronto, se le ocurrían al menos tres acepciones del término si lo aplicamos a la arquitectura: La crisis económica, que en nuestro ámbito se concreta básicamente en lo inmobiliario; la crisis de ideas; y la crisis de identidad del propio arquitecto que busca su papel (caso de ser necesario) en este mundo actual. Voy a intentar hablar de la segunda que mencionaba Ciro, la de las ideas. La primera creo que tristemente tiene muy poco que ver con los arquitectos y la tercera es demasiado profunda y demasiado íntima, para ser expuesta en público en estos formatos veloces.
En una definición clásica, una crisis supone fundamentalmente dos cuestiones: una sucesión de cambios relativamente rápidos y una cierta dosis de incertidumbre con relación al resultado final. Que se traduce finalmente, en un estado de desorientación generalizado.
Un cambio supone una transición desde una posición razonablemente estable a otra, que tendrá, al menos, vocación de estabilidad. Aquí surge el primer problema: muchos piensan que ni estamos ni debemos esperar situaciones estables futuras; no porque la actual sea ya la definitiva y verdadera, sino porque ahora ya, todo es cambio. Cambio y evolución constante, que debe ser el único objeto de estudio, obviando el análisis de resultados concretos, que son únicamente instantes congelados de un proceso más amplio. Este es, entre otros, el motivo por el que los porcentajes absolutos han perdido gran parte de su relevancia frente a los relativos; la tendencia es más significativa que la ubicación precisa; la posibilidad es más determinante que la realidad; el movimiento, la velocidad, o más precisamente, la aceleración ha desbancado completamente al viejo espacio tridimensional…
La arquitectura ve seriamente amenazada su propia condición por esta nueva concepción dinámica y fluida del conocimiento. Su enorme masa y perdurabilidad, imprimen a la disciplina una inercia excesiva para los tiempos rápidos y cambiantes que vivimos. Los arquitectos nos devanamos los sesos para concebir plantas y sistemas libres y diáfanos que permitan al usuario adaptarlos a los cambios que estén por venir. Construimos edificios con partes móviles que modifican su configuración para adaptarse a distintas necesidades y horarios. Proyectamos edificios livianos y desmontables con la pretensión de que, cuando dejen de ser necesarios, se desmantelen y literalmente desaparezcan (con reutilización o sin ella). Soñamos (de momento) ciudades andantes o flotantes que se desplazarán por el mundo buscando su mejor ubicación y forma a cada instante.
En un intento desesperado, quizás suicida e imposible, por dar respuesta a este nuevo escenario, la arquitectura intenta difuminar sus límites para adaptarse casi a cualquier cambio que se produzca. Se huye de la rigidez de la recta y la ortogonalidad, abrazando geometrías curvas y blandas, más cercanas a la fluidez y continuidad de este mundo mutante. Los espacios se disuelven, se desdibujan a la caza de la quimera de la polivalencia y la multifuncionalidad. Lo híbrido, lo interactivo, lo democrático e incluso lo inacabado reinan exclusivamente por su posibilidad de adaptación eterna.
Por lo tanto, el cambio, no conlleva necesariamente la crisis. Incluso la lenta y pesada arquitectura ha articulado sistemas, más o menos acertados, para adecuarse a este planteamiento. Entiendo que la crisis deriva más precisamente de la velocidad de los cambios. O, mejor dicho, de la necesidad de aceleración de la propia dinámica cambiante.
Desde la economía del trueque hasta el sistema bursátil actual, lo que se ha producido es un aumento vertiginoso de la velocidad del intercambio, que ha conllevado lógicamente un crecimiento exponencial de la riqueza, con el inmenso caudal de posibilidades que ello lleva aparejado. Ocurre que la propia demanda de aumento de la velocidad que nos exige esta construcción matemática y virtual que entre todos realizamos para proporcionar nuevas posibilidades a la economía real, ahora contempla esa realidad física como un lastre para su desarrollo. Para que el sistema virtual siga creciendo con la aceleración que hemos implantado en su propia naturaleza, el propio sistema ha prescindido de las finas ataduras que todavía lo ligaban a nuestra vida real, desarrollándose de forma independiente, ahora sí veloz y libre de verdad. Y ahí viene la crisis. Porque, por ahora todavía, el hombre no es exclusivamente una construcción mental. Tiene que pagar hipotecas con aquello que a su vez le pagan por su trabajo realizado en un tiempo finito. Y tiene que comer todos los días para no morirse. Y las empresas también producen cosas, aunque éstas sean tan etéreas como expectativas o mercados futuros.
Esta irresoluble (de momento) diferencia de velocidad es la causante de la crisis. Es la que provoca la incertidumbre y la desorientación. La arquitectura por su natural inercia y por estrecha vinculación con la realidad física del hombre creo que aun no ha llegado a ese punto, a pesar de la importancia creciente de lo que María Fullaondo denomina conciencia digital. Pero llegará, no tengo dudas.
Ahora bien, como dijo y desdijo el ministro en su momento, no creo que haya que temerla. Habrá de orientarse y volver a caminar.

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