Un trozo de Holanda en Madrid
"Autor: Diego Fullaondo; publicado en soitu.es en enero de 2008"
Un arquitecto extranjero amigo vino de visita a Madrid hace unos días. Me tocó planificar el clásico periplo endogámico y patológico que hacemos todos los arquitectos, de cualquier nacionalidad, sexo y condición, cuando vamos de viaje. Sin dudarlo, la primera parada que proyecté fue el Eco-bulevar de Vallecas.
Los iconos edificatorios son importantes para la identidad de las ciudades. Es indudable. Sería estúpido negar el papel que ha jugado la Torre Eiffel para París, la Opera de Utzon para Sydney, el Guggenheim para Bilbao o incluso Calatrava para Valencia. En nuestra memoria, su imagen se convierte, automáticamente, en la puerta que da acceso a todos los recuerdos, experiencias y sensaciones que nos produjo tal o cual ciudad.
Sin embargo, estos recuerdos personales raramente están ligados directamente al icono de la postal. El carácter profundo y singular de una gran ciudad está mucho más relacionado con la configuración de su tejido residencial y el espacio público asociado a él. Aunque sea simplemente por razones cuantitativas, la forma en la que vive la gente, es lo que construye físicamente la ciudad, lo que le confiere su sabor diferencial. Solo de esta forma entendemos realmente la distante Viena decimonónica, el cambio de escala de Manhattan, la amabilidad de la enorme ameba londinense, los vacíos traumáticos de Berlín o el espeso y estratificado espacio de la calle tokiota. Recordamos los iconos, pero vivimos y sentimos las calles, las plazas, los parques y, por supuesto, las viviendas que los delimitan.
En Holanda, debido quizás a una antigua conciencia del valor real de la tierra firme, y a un elevado nivel cultural de la población, la preocupación por desarrollar un tejido residencial que dé respuesta real a las necesidades presentes y futuras de la sociedad, ha sido constante a lo largo de toda su historia. Incluso en estos tiempos donde la funcionalidad y el dinero, parece haber invadido el debate urbanístico, simplificándolo hasta su práctica destrucción. Allí, donde la densidad de población alcanza cotas más propias de las ciudades asiáticas, la investigación y la experimentación sobre la vivienda y su agrupación para formar trozos de ciudad, no ha perdido un ápice de vitalidad.
Madrid no ha escapado a estos años oscuros. Los últimos PAUs aprobados por la administración municipal, son una triste muestra de este, profundamente equivocado, desinterés por la vivienda. Ha limitado su configuración de forma casi exclusiva a las tipologías de manzana cerrada y chalet adosado. Escondiendo tras la manida frase “hay que hacer calle”, la falta de creatividad e imaginación, la ausencia de investigación y una profunda y cobarde vagancia intelectual, cuyos efectos ya estamos pagando (y seguiremos, por muchos años, me temo)
El Eco-bulevar es una magnífica excepción a este planteamiento general. Las viviendas del entorno, promovidas muchas de ellas desde concursos de ideas organizados por la EMV, huyen o por lo menos, no quedan encorsetadas por el modelo único de la manzana cerrada con patio interior para una piscina sin sol. Se intuyen esquemas diferentes: Bloques abiertos, alturas variables, escaleras y distribuidores exteriores combinados con volúmenes claros que responden a la rígida y necesaria normativa VPO. En lugar del isotrópico ladrillo cara vista, resurge el color, tan denostado por algunos como capricho de arquitectos, para delimitar más precisamente las volumetrías. Los huecos adoptan ritmos complejos, se orientan, se deforman para conseguir la configuración más adecuada para el espacio interior y el soleamiento de las viviendas. Las fachadas se pliegan, se quiebran y se ondulan para romper la monotonía de una calle que, a pesar de las amenazas tramposas, sigue allí: más rica, más variada, más compleja.
Y en medio de todo ello el excelente planteamiento de los arquitectos de Ecosistema Urbano para el espacio público. Un espacio verde diferente, proyectado para crecer y desarrollarse con la ciudad. El tráfico no se elimina pero sí se minimiza y se reconduce. La arquitectura no puede esperar a los árboles; tampoco se quiere engañar proyectándose para una vegetación que tardará al menos 20 años en llegar al tamaño deseado; se diseña, por lo tanto, una estrategia para seguir viviendo ese tiempo: Tres grandes cilindros permeables, flotantes y vacíos actúan como activadores del espacio público. Proporcionan confort climático, información ambiental y áreas de estancia y juegos, mientras el auténtico verde natural crece con la ciudad a lo largo de los casi seiscientos metros de bulevar.
En definitiva un paseo esperanzador para que los arquitectos madrileños sintamos un puntito de orgullo patrio en medio de gris panorama que nos rodea. Pero, sobretodo, para la gente, para los habitantes del nuevo barrio y de fuera de él, que podrán disfrutar de este pequeño trocito de cuidad pensado y planificado a la “holandesa”: donde la normativa urbanística ha dejado el espacio necesario a la reflexión, a la intención y a la decisión de dar forma a un futuro posible.
Un arquitecto extranjero amigo vino de visita a Madrid hace unos días. Me tocó planificar el clásico periplo endogámico y patológico que hacemos todos los arquitectos, de cualquier nacionalidad, sexo y condición, cuando vamos de viaje. Sin dudarlo, la primera parada que proyecté fue el Eco-bulevar de Vallecas.
Los iconos edificatorios son importantes para la identidad de las ciudades. Es indudable. Sería estúpido negar el papel que ha jugado la Torre Eiffel para París, la Opera de Utzon para Sydney, el Guggenheim para Bilbao o incluso Calatrava para Valencia. En nuestra memoria, su imagen se convierte, automáticamente, en la puerta que da acceso a todos los recuerdos, experiencias y sensaciones que nos produjo tal o cual ciudad.
Sin embargo, estos recuerdos personales raramente están ligados directamente al icono de la postal. El carácter profundo y singular de una gran ciudad está mucho más relacionado con la configuración de su tejido residencial y el espacio público asociado a él. Aunque sea simplemente por razones cuantitativas, la forma en la que vive la gente, es lo que construye físicamente la ciudad, lo que le confiere su sabor diferencial. Solo de esta forma entendemos realmente la distante Viena decimonónica, el cambio de escala de Manhattan, la amabilidad de la enorme ameba londinense, los vacíos traumáticos de Berlín o el espeso y estratificado espacio de la calle tokiota. Recordamos los iconos, pero vivimos y sentimos las calles, las plazas, los parques y, por supuesto, las viviendas que los delimitan.
En Holanda, debido quizás a una antigua conciencia del valor real de la tierra firme, y a un elevado nivel cultural de la población, la preocupación por desarrollar un tejido residencial que dé respuesta real a las necesidades presentes y futuras de la sociedad, ha sido constante a lo largo de toda su historia. Incluso en estos tiempos donde la funcionalidad y el dinero, parece haber invadido el debate urbanístico, simplificándolo hasta su práctica destrucción. Allí, donde la densidad de población alcanza cotas más propias de las ciudades asiáticas, la investigación y la experimentación sobre la vivienda y su agrupación para formar trozos de ciudad, no ha perdido un ápice de vitalidad.
Madrid no ha escapado a estos años oscuros. Los últimos PAUs aprobados por la administración municipal, son una triste muestra de este, profundamente equivocado, desinterés por la vivienda. Ha limitado su configuración de forma casi exclusiva a las tipologías de manzana cerrada y chalet adosado. Escondiendo tras la manida frase “hay que hacer calle”, la falta de creatividad e imaginación, la ausencia de investigación y una profunda y cobarde vagancia intelectual, cuyos efectos ya estamos pagando (y seguiremos, por muchos años, me temo)
El Eco-bulevar es una magnífica excepción a este planteamiento general. Las viviendas del entorno, promovidas muchas de ellas desde concursos de ideas organizados por la EMV, huyen o por lo menos, no quedan encorsetadas por el modelo único de la manzana cerrada con patio interior para una piscina sin sol. Se intuyen esquemas diferentes: Bloques abiertos, alturas variables, escaleras y distribuidores exteriores combinados con volúmenes claros que responden a la rígida y necesaria normativa VPO. En lugar del isotrópico ladrillo cara vista, resurge el color, tan denostado por algunos como capricho de arquitectos, para delimitar más precisamente las volumetrías. Los huecos adoptan ritmos complejos, se orientan, se deforman para conseguir la configuración más adecuada para el espacio interior y el soleamiento de las viviendas. Las fachadas se pliegan, se quiebran y se ondulan para romper la monotonía de una calle que, a pesar de las amenazas tramposas, sigue allí: más rica, más variada, más compleja.
Y en medio de todo ello el excelente planteamiento de los arquitectos de Ecosistema Urbano para el espacio público. Un espacio verde diferente, proyectado para crecer y desarrollarse con la ciudad. El tráfico no se elimina pero sí se minimiza y se reconduce. La arquitectura no puede esperar a los árboles; tampoco se quiere engañar proyectándose para una vegetación que tardará al menos 20 años en llegar al tamaño deseado; se diseña, por lo tanto, una estrategia para seguir viviendo ese tiempo: Tres grandes cilindros permeables, flotantes y vacíos actúan como activadores del espacio público. Proporcionan confort climático, información ambiental y áreas de estancia y juegos, mientras el auténtico verde natural crece con la ciudad a lo largo de los casi seiscientos metros de bulevar.
En definitiva un paseo esperanzador para que los arquitectos madrileños sintamos un puntito de orgullo patrio en medio de gris panorama que nos rodea. Pero, sobretodo, para la gente, para los habitantes del nuevo barrio y de fuera de él, que podrán disfrutar de este pequeño trocito de cuidad pensado y planificado a la “holandesa”: donde la normativa urbanística ha dejado el espacio necesario a la reflexión, a la intención y a la decisión de dar forma a un futuro posible.
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