martes, mayo 22, 2007

La vecina de enfrente



Resulta sorprendente como ciertos estímulos vitales fundamentales en el período de la adolescencia, se niegan a abandonarnos cuando llega la madurez. Uno de los más singulares dentro del mundo masculino es la fascinación por la vecina de enfrente. He pasado el último año completamente afectado por este inquietante síndrome: desde que una hermosísima diosa se mudó al bajo situado enfrente del estudio.

Mi última musa ha realizado una reforma completamente enloquecida, en la que recoge la totalidad de los tics y despropósitos de la llamada arquitectura de interior. Esta situación le produjo no pocos problemas con mi reaccionaria Comunidad de Propietarios. Desde el primer momento, y a pesar de mi natural desinterés por estos temas comunitarios, me convertí en el fiel caballero de mi nueva señora. Enarbolé mi espada profesional en la defensa sus intenciones en todas y cada una de las reuniones de comunidad, defendiendo la viabilidad e idoneidad técnica de cada una de sus propuestas. A cada una de las encarnecidas batallas que yo libraba en su nombre ella me correspondía desde el fondo de la sala con una dulce sonrisa y una caída de párpados majestuosa. Con tal recompensa instantánea, mi ánimo crecía en cada nuevo conflicto, y la victoria final y definitiva no tardo en llegar.

La reforma se ejecutó y llegaba el momento de recoger los frutos de las alianzas secretas: Esa maravillosa sensación de inquietud expectante al pasar frente a su puerta, deseando que se produzca la mágica coincidencia. Miradas disimuladas hacia sus ventanas buscando una sombra sugerente. Cálidos, eso pienso yo al menos, saludos en el portal mientras nos separábamos tristes para entrar en nuestras respectivas celdas. Sueños, en definitiva, que hacen mucho más emocionante cada nuevo día.

El otro día, tras una jornada agotadora, el anochecer quiso regalarme otro de estos instantes de coincidencia espacio-temporal en el portal. Maravillosa sensación la de abrir la puerta del estudio y encontrarla a ella, frente a su puerta, despachando con otro vecino. A pesar este intruso en nuestro exclusivo Jardín del Edén, ella me obsequia sin tapujos con un cómplice “hola”. La más estúpida de las sonrisas se dibujó como siempre en mi cara. Me giro lentamente para cerrar la puerta del estudio, deseando que ocurra algo que prolongue un poco más este momento que ya ha sido maravilloso. En el tiempo de girar la llave me da tiempo a vivir en mi cabeza toda una fantasía lujuriosa que va desde la despedida al entrometido vecino hasta el paseo de nuestros cuerpos desnudos por Casa Decor.

Me saca de mi mundo imaginario su dulce voz: Diego, una cosa.
Giro y sonrisa aún más estúpida: Dime.
¿Podrías abrir las ventanas cuando te vayas? Es que me estás apestando la casa con el tabaco.
No acierto a decir nada. He debido escuchar mal. Sigo paralizado, mudo y sonriente.
Dejo la puerta del portal abierta para ventilar, pero los vecinos me la cierran y se me mete el olor en toda la casa. Y tengo dos niños.
De repente vuelvo a la realidad. Veo otra vez al vecino que por algún mecanismo había desaparecido. Veo a María, Luis y Ana en la puerta de la calle, con sus rostros enrojecidos a punto de estallar en una carcajada. La veo a ella. Ella.
Eh… Sí. Yo tengo tres. Reprimo un impulso antiguo de volver a entrar para abrir las ventanas de par en par. Hasta luego.

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