martes, enero 31, 2006

A Roberto Carlos (el cantante, me refiero)

Vivimos tiempos de orgía democrática y apología del consenso como mecanismo, aparentemente, único e universal, para poder presentar “nuestra” postura ante cualquier tema como mínimamente valorable. Se terminó “tener razón”, la “verdad”, lo “mejor” y lo “correcto”; incluso se ha acabado, “yo opino humildemente” que tengo razón, que es verdad, que es mejor o que es lo correcto. El convenio al poder, elevando a las alturas de fin último el acuerdo entre partes, obviando absolutamente una hipotética resolución del problema. Eso ya no es importante. Sólo importa estar de acuerdo, y por arte de magia, eso nos llevará al cielo (perdón por este apunte que apunta una cierta conciencia religiosa) de los tolerantes donde ya no hay ningún conflicto.

Digo esto porque hoy he ido a pasar la ITV con mi viejo coche. Hace tiempo que debería haberla pasado, pero, como soy un incívico y además, muy vergonzoso (me dan miedo los actos sociales del tipo que sean), no lo había hecho. Lo cierto es que allí estaba, y después de una interminable espera rodeado de taxis y demás vehículos de tracción mecánica, superados todos mis miedos íntimos, cumplía escrupulosamente toda la serie de complejas acciones que me indicaba un hombre mono con un palillo entre los dientes: Intermitente derecho, izquierdo, gire el volante, acelere, frene, ahora con el freno de mano,… Superada la prueba, desciendo orgulloso de mi Honda, después de darle unas cariñosas palmaditas y un azucarillo: “Te has portado pequeño”.

El hombre mono: “Pase por la oficina y allí le dirán”. Cual es mi sorpresa cuando otro hombre mono, llamémosle nº2, en este caso sentado en una silla tras el mostrador, me pone veinte papeles a firmar y con la media sonrisa que provoca el mondadientes nº2, me comunica: “Retenemos su documentación hasta que cambie la lámpara de la luz antiniebla trasera. Tiene quince días.” Paralizado, toda mi seguridad se viene abajo. Salgo de nuevo al coche y le quito el azucarillo-premio a mi antes amado coche, con una delicada mirada de reproche (nada más, ya se sabe, no se debe maltratar a los animales).

En un ejercicio de agilidad metal sin precedentes, y dado que no llevaba el “juego de lámparas de repuesto”, obligatorio al parecer, diseño mi futuro. Debo encontrar un taller cercano, venzo de nuevo a mis vergüenzas, lloro un poquito y les ruego que me pongan la lucecita dichosa. Todo se produce según lo planeado hasta que el amable operario del taller colindante me informa, también con una media sonrisa (debe ser cosa gremial), de que la luz está perfectamente, que no esta fundida. Tras la sorpresa y chascarrillos varios con los compañeros mecánicos, vuelvo sobre mis pasos, montado de nuevo en mi ya desconcertado corcel. Soy Hill Murria en Atrapado en el tiempo: señorita inicial, interminable cola, pasillo central, y por fin, hombre mono nº1, que ahora fijándome un poco, creo intuir que es ciego (por el bastón blanco digo). Suave indignación, comprobación del error previo, y de nuevo: “Pase por la oficina y allí le dirán”. Este tío es un robot, impermeable, no tiene conciencia. Abandono este objetivo como blanco de mis iras y resuelvo pagarlo todo con el hombre mono nº2.

Estuve bien. Con esa seguridad y firmeza que da la certeza de haber sido objeto de un abuso. Y con educación, sin alzar la voz ni entrar en el proceloso mundo del insulto ni el menosprecio. Hombre mono nº2 me contemplaba con ojos vacíos. Acabé finalmente mi alocución otra seguro y feliz, sabedor de que había dejado las cosas claras. Miré a mi espalda a los taxistas que esperaban pacientemente y pude intuir algo que interpreté como un brillo de aprobación en todas sus miradas. De pronto, oí la voz chillona del hombre mono nº2 desde detrás del mostrador: “Es verdad, creo que podríamos pasar una nueva inspección un poco más pormenorizada. Acompáñeme.”

Las cabezas de los taxistas súbitamente se hundieron en el suelo de terrazo de la oficina. Tuve que volver a tirar de una actividad metal desenfrenada para entender el cataclismo que mi educada indignación había causado. En los diez metros de pasillo que separaban la oficina de mi coche, recorridos a paso de maniobra detrás del hombre mono nº2, pedí disculpas, asumí culpabilidades, me flagelé, prometí no hacerlo más y hasta le ofrecí un mondadientes nuevo. Abriéndome la puerta del coche, me dice el cabrón: “Vaaaaaale. Entonces, ¿todos contentos?”

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